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Collage a partir de las fotos de Instravel – A Photogenic Mass Tourism Experience, por Oliver KMIA.
Este verano borra tu cuenta de Instagram. Vuelve a la oficina tras el verano sin que tus compañeros sepan si has visto una puesta de Sol o navegado en un velero. Evita especialmente dar información de tu paella frente al mar, por donde has salido a correr o qué música escuchaste.
Y es que si la actitud postmilenial bucea en el inconformismo del postmodernismo más exacerbado, ser instagramer ya no es mainstream. Colas de turistas cada verano en los hotspots más trendy esperan horas para conseguir el shot perfecto que subir desde su smartphone y reventar los social media. Pasamos horas añadiendo filtros (como nos recuerda Apple con “Tiempo de uso”) para comprar felicidad a base de likes, como si de un episodio de Black Mirror se tratase.
Todas iguales, vemos las mismas fotos una y otra vez (por favor, estimado lector, dedica 2:13 minutos a ver este vídeo 1, y aunque Instagram experimente con no mostrar los likes en algunos países, la fiebre de la popularidad se extiende más rápido que los hashtags que posteamos. Una velocidad punta que se multiplica aún más con las histories, el alegato final de la #GeneraciónInstagram que relata minuto a minuto como si de Carrusel Deportivo se tratase cada bite, cada rooftop, cada skyline.
Pero ahora bien, ¿qué papel tiene la arquitectura en la nube? En la mayoría de los casos la arquitectura se presenta como un telón de fondo que se instrumentaliza en pro de una narrativa. Narrativa que se anaboliza por el @usuario, capaz de poner un espejo debajo del iPhone, 2 para construir una realidad virtual que devora lugares y edificios a velocidad de histories y likes.
La velocidad de las redes se presenta como enemigo directo de la arquitectura. Amigo arquitecto, ¿cuánto tarda su edificio? Y es que esta pregunta, formulada al más estilo Buckminster Fuller, no busca una respuesta del tipo “5.619 toneladas”, sino poner el foco en cuan distintos son los tiempos de la arquitectura y las redes sociales. La arquitectura se ha quedado obsoleta, lenta y demasiado física y real, ha pasado a un segundo plano al no poder satisfacer la voracidad de las redes sociales. Uno, dos, cinco años de proyecto/obra resumidos en imágenes con caducidad de 24 horas.
La mirada del fotógrafo profesional, que parecía muerta y reemplazada por el @usuario, ahora se echa en falta en un anhelo de la pausa, de no velocidad. Por eso, amigo arquitecto, este verano borra tu cuenta de Instagram, no publiques fotos de tu edificio. Ser instagramer ya no es mainstream. Ahora sé discreto, evita las zonas instagrameables, vuelve a lo físico, vuelve al papel. Regresa a la oficina y ten preparados temas de conversación para el café, explica donde estuviste sin que nadie diga “sí, lo vi en tu history”.