El caos, la violencia, la pobreza, el ruido, la masificación, la suciedad o la miseria han formado parte indisoluble de las grandes aglomeraciones urbanas desde sus inicios. Las ciudades se han enfrentado siempre a numerosos problemas que los avances tecnológicos y los esfuerzos de los urbanistas han tratado de remediar. Ahora, una renovada confianza en la tecnología nos permite fantasear con un futuro muy próximo donde las ciudades sean, finalmente, entornos idílicos para vivir: lugares destinados al trabajo y al ocio, despojados de todo aquello considerado incómodo o perjudicial.
Las grandes ciudades de hoy cada vez se parecen menos a lo que habían sido en el pasado. Esas urbes medievales de calles estrechas y putrefactas fueron las aliadas perfectas de temibles pandemias como la peste negra, que arrasó Europa y buena parte de Asia en el siglo XIV. En ésa época las condiciones de salubridad eran muy precarias. Las ciudades estaban empapadas de malos olores provenientes de las aguas residuales, las adoberías, los mataderos, los mercados o incluso de los cementerios situados en los centros.
La revolución industrial introdujo nuevos problemas: supuso un aumento demográfico considerable para las metrópolis y, también, un aumento significativo de la polución. Un caso paradigmático es el del Londres de la época victoriana. Especialmente durante los meses de invierno, el humo de las casas y de las numerosas fábricas convertían el aire en una densa masa irrespirable. Además, la población recién llegada para trabajar en la industria, sumida en la más rabiosa pobreza, no tenía otra opción que procurar subsistir en peligrosos barrios periféricos como Whitechapel, tristemente famoso por haber sido escenario de macabros sucesos.
La visión de la ciudad como un entorno hostil o salvaje fue recurrente también en el siglo XX. Federico García Lorca viajó a Nueva York en 1929 y en ella acabó encontrando una ciudad fría, insolidaria y deshumanizada: “Yo, poeta sin brazos, perdido entre la multitud que vomita.” 1 Debajo del velo superficial de las grandes metrópolis se hallaba la verdadera realidad, muy distinta del imaginario del turista, tal y como se encargó de mostrar Jim Jarmusch 2 décadas más tarde en Permanent Vacation, un retrato crudo e inquietante del Manhattan de los años 70 y 80. De nuevo, la ciudad como símbolo de desencanto y de soledad desamparada, donde la vida en los suburbios acostumbra a no ser del todo fácil.
Aun así, poco a poco el progreso ha ido mejorando las condiciones de vida de las personas y afortunadamente se han conseguido éxitos notables. Las ciudades han empezado a perder su agresividad entrando en una nueva etapa que piensa en ellas como espacios seguros, agradables e inclusivos.
Actualmente, la apuesta decidida de las grandes ciudades por mejorar la calidad del aire supone otro gran avance. En cada vez más países se están implementando estrategias similares para favorecer una nueva movilidad mucho más ecológica y saludable. Sin duda, es una buena noticia comprobar que se están empezando a tomar medidas ante la amenaza que supone la alta contaminación incluso en países donde el problema es tan presente como en China.
Sin embargo, también conviene señalar que se está empezando a crear un ideal de ciudad excesivamente hedonista y ensimismada. Un lugar preparado únicamente para el ocio y el consumo, donde el ciudadano vive completamente alejado de la realidad y de los verdaderos problemas que ocurren fuera de él. Sin ir más lejos, las llamadas smart cities, que prometen ofrecer a los ciudadanos unos niveles de confort nunca antes vistos mediante el uso de las nuevas tecnologías, tienen el peligro de acabar convirtiendo al urbanita en un auténtico idiota distraído con sus insignificantes preocupaciones. Evitar que esto ocurra y fomentar una ciudadanía despierta y consciente se plantea como uno de los principales retos de cara al futuro. Encontrar mecanismos para avanzar en esta dirección es responsabilidad de todos.