Durante años, como profesión, hemos elegido analizar lo que producimos y no tanto cómo lo producimos. En otras palabras: el fin ha justificado algunos medios que eran –y son- tan poco enseñables como escasamente recomendables.
Hablamos, por supuesto, del tejido laboral y productivo del sector o, mejor, de su inexistencia ordenada y su incapacidad de adaptación a una sociedad que poco a poco entiende que conceptos como productividad, conciliación, vida familiar, labor reproductiva, jornada de trabajo, hora extra etc… no son paradigmas inalcanzables sino una necesidad.
Sin embargo, la disciplina sigue siendo cautiva de una narrativa –en buena medida autoimpuesta- basada en la imagen heroica del arquitecto sacrificado, sufridor incansable, glorificada a lo largo de los años a través de leyendas urbanas cuya realidad es más que cuestionable, de aforismos banalizados (o directamente banales: “La arquitectura es sacrificio”) y de un proceso formativo que sienta las bases para la pervivencia de ese relato profesional perverso.
Cuenta Peggy Deamer, arquitecta, docente y miembro de “The Architecture Lobby” cómo descubrió que en la facultad de derecho de Yale había una lista de empresas clasificadas en función de su capacidad para la conciliación y su atención al cuidado familiar (entendiendo por familia un concepto mucho más amplio que el tradicional y que tiene más que ver con el cuidado afectivo, las tareas reproductivas y la realización personal más allá del trabajo). ¿Por qué no existía esta preocupación en nuestro sector? ¿Por qué no existe en España?
El concepto –neoliberal y clasista- de que una carrera fructífera depende de un posicionamiento sufriente, casi masoquista, y de la entrega absoluta a la causa –sea la que sea- por encima de todo y de todos es un engaño que elimina con extrema facilidad la defensa de derechos básicos. Que retrasa la necesaria reconversión del sector hacia un modelo capaz de equiparar los procesos ético-sociales con los que producimos arquitectura con el reconocimiento público de lo producido.
Si toda arquitectura, como decía Tafuri, es ideología, parece claro que el divorcio entre un discurso que defiende cada vez más el carácter social de la labor de los arquitectos y lo asocial (cuando no ilegal) de sus medios de producción es no sólo un ejemplo de doble moral, sino una ocultación de la realidad que debemos eliminar.
Tan necesario como visibilizar esta realidad es subvertir un orden formativo que no la cuestiona. Existe una labor pedagógica prioritaria que debe hacer conscientes a los futuros arquitectos de sus derechos y deberes y de que el modelo único de triunfo a través del sufrimiento y la precariedad glorificados son tan falsos como improductivos. Deben ser los alumnos quienes comiencen a valorar el objeto tanto como el proceso de producción del mismo. Lo producido como la posibilidad de un trabajo que concilie, de un entorno laboral que respete derechos y no los considere un impedimento para la excelencia (Como perversamente hacía Patrik Schumacher en su reciente escalada ultraliberal).
Si Coderch afirmaba que no eran genios lo que necesitábamos, mucho menos necesitamos héroes autoproclamados en pos de un ideal que solo oculta la explotación trasnochada del taller, el maestro y el discípulo empleados como excusa para el alejamiento constante de la realidad, el mantenimiento de esa fantasía paralela que solo beneficia a unos pocos. No necesitamos genios, tampoco héroes, necesitamos ciudadanos (alumnos, arquitectos, trabajadores, obreros) empoderados. Conocedores de que su trabajo, sus derechos y sus principios son su fuerza y que lo que no es negociable es lo que nos define, como profesionales y como disciplina.