Ilustración: Normativas NTE, impulsadas por el arquitecto Rafael de la Hoz. Foto: José Ramón Hernández Correa
Hacer casas. Mi madre no recuerda que le diese otra respuesta cuando me preguntaba que qué quería ser de mayor. Así que un día me dijo que lo que yo quería era ser arquitecto. A lo que le contesté preguntándole quiénes eran los que hacían las casas. Me contestó que los arquitectos, que las dibujaban y las pensaban. Sí, pero ¿quién pone los ladrillos? Pausa dramática. Los ladrillos los ponen los albañiles. Entonces lo tuve claro: yo quería ser albañil, porque lo que yo quería era hacer casas.
Esta confusión me ha seguido acompañando el resto de mi vida hasta fechas muy recientes. Me apunté a arquitectura por inercia, o porque seguía creyendo en lo que me decían mis padres, elegid. Pero realmente las casas las hacen los albañiles.
Excepto si consideras que lo que de verdad hacemos, planificamos, construimos, es un lugar. Ahí es donde la cosa se pone interesante, porque eso implica un trabajo por delegación: dibujas y te construyen. Y, en última instancia, planificas y otros dibujan. Y, en última instancia, escribes una serie de ordenanzas, de normativas, y otros las ejecutan convirtiéndolas en proyectos de arquitectura que eventualmente se construirán. Es un juego de muñecas rusas. Un juego de escalas.
Regular un marco de actuación, lo que, preferentemente, se hace escribiendo, es arquitectura. No entro en la crítica a estos marcos de actuación, sobradamente debatida y documentada. Entro en su pertinencia. Y ésta me parece total. Los seres humanos tendemos a la entropía, y cuantos más nos juntamos, más y más aprisa nos entropizamos. Necesitamos poner por escrito un marco de actuación. Incluso unas intenciones. Un objetivo. Un recordatorio de que los arquitectos construimos árboles pero lo que importa es el bosque. Y más hoy en día, cuando el hipercapitalismo tiende no tan sólo a la entropía, sino a la sobreabundancia. Al derroche. A quemar las naves. O cuando, desde siempre, los regímenes autoritarios, sean del color que sean, tienden a las mismas arbitrariedades planificadas desde arriba, sazonadas con expropiaciones y otras arbitrariedades varias a lo bestia. Aunque estén trufadas de buenas intenciones.
Una vez me dijeron (en Venecia) que la gracia de Venecia no eran sus muchas arquitecturas singulares, sino la maravillosa armonía que destila la ciudad. Su carácter fractal de paisaje que hace que, estés donde estés, incluso sin referencias, tengas claro que vives, que respiras Venecia. Lo mismo pasa con Manhattan. Lo mismo pasa con muchos cascos antiguos de nuestras ciudades. Todo esto no sería posible sin estas normativas. Ellas son, pues, una de las armas más poderosas de la arquitectura, aún desprestigiadas y alejadas de las visiones románticas de los arquitectos. Rendirles homenaje, hablar sobre ellas, tomar consciencia, es una manera de extender nuestro debate competencial.
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