Estatua de Cristóbal Colón derribada en Minnesota el pasado mes de junio. Autor: Tony Webster
Las protestas y los disturbios generados por la muerte de George Floyd en Estados Unidos derivaron, al cabo de pocos días, en actos vandálicos contra algunas estatuas y monumentos históricos. Unos actos que se extendieron rápidamente por distintas ciudades en todo el mundo, emergiendo con fuerza un impulso revisionista que pretende eliminar todos aquellos símbolos presentes en el espacio público susceptibles de estar vinculados de una manera u otra con el racismo o el colonialismo. En Londres, por ejemplo, la estatua de un personaje tan relevante para la historia como Winston Churchill tuvo que ser ocultada, protegida con planchas metálicas y custodiada por la policía ante las advertencias del primer ministro Boris Johnson contra quienes pretendieran retirarla.
La idea de revisar nuestro entorno construido para eliminar todo aquello que no concuerde con el pensamiento actual es muy conflictiva y los límites de este modo de actuar son inciertos. Las ciudades se construyen con el tiempo, a través de las distintas épocas. Se mantienen las trazas antiguas, se proponen de nuevas, los edificios adaptan sus usos según las nuevas necesidades, se construyen monumentos, etc. Se mantiene una continuidad y al mismo tiempo las ciudades van evolucionando según las necesidades colectivas del ciudadano. Con el paso del tiempo también evoluciona el significado de los monumentos, que forman parte de la memoria de las ciudades. Así, por ejemplo, el Pantheon de Roma nos interesa por lo que “es” mucho más que por lo que simbolizaba originalmente. De la misma forma, los monumentos dedicados a personajes históricos también forman parte de la memoria del pasado, nos hablan del espíritu de la época en que fueron construidos e intentar encontrar en ellos modelos éticos actuales sería una tarea tan tediosa como absurda.
Sin embargo, el derribo de estatuas de estos días parece la señal evidente de una falta de acuerdo sobre el espacio público. Una parte de la población se siente molesta con determinados signos físicos del pasado y se siente excluida por ellos. Esto nos lleva a reflexionar sobre las dificultades que pueden sufrir las sociedades democráticas actuales para llegar a un consenso colectivo sobre la simbología en el espacio público. La población es más heterogénea que nunca, es plural, con diversidad de pensamientos, de ideologías y de creencias religiosas. Así pues, quizá lo más dramático no sea la destrucción de determinados monumentos sino la incapacidad de construir de nuevos que puedan ser compartidos por todos.
Las ciudades, para seguir transformándose y mantener su vitalidad, necesitan construir su presente de una forma propositiva. Entender el legado histórico como el punto de partida para seguir desarrollándose. Tratar la época actual como otra más como las que la han precedido, que también dejará su poso histórico, que añadirá nuevas capas de significado. Aunque las dificultades sean grandes, a nuestro tiempo le corresponde construir nuevos monumentos que sean capaces de expresar la voluntad actual de la sociedad y que den un sentido cívico al espacio público.
Sin embargo, destruir la memoria construida solo significa perder la identidad y la consciencia del pasado.