Laberinto, fuente de la imagen Pexels, Soul Pizza.
Decir que las profesiones del futuro no están aún inventadas resulta un cliché ocioso. Su posible enumeración es todavía imprecisa y en su mayor parte se encuentra orientada a campos tecno-futuristas: asesores de privacidad, especialistas en agricultura urbana, ingenieros de control del clima, fabricante de partes del cuerpo personalizadas, ingenieros de transporte inteligente, diseñadores de avatares holográficos, guías de turismo espacial, cultivadores de especies extintas, operadores de gusanos de vertedero… Sin embargo y entre todas esas labores de futuro, a menudo se olvida que una de las más arriesgadas y necesarias tal vez sea, (y como puede comprenderse se trata de una apuesta), la de la arquitectura.
A pesar de su precariedad actual, a pesar de pertenecer a ese linaje del conocimiento que queda fuera de la rama de las prometedoras disciplinas conocidas en el ámbito anglosajón como STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas), la profesión de arquitecto será más necesaria en el futuro que nunca. Lo cual no significa que vaya a recuperar el prestigio que tenía en el pasado (remoto), ni en el ámbito Europeo ni fuera de él. El departamento de trabajo de los Estados Unidos, por ejemplo, estima que de los nuevos profesionales que salen al mercado laboral, serán precisamente los dedicados a las disciplinas humanísticas los que estarán peor pagados.1
A pesar de ello, la profesión de la arquitectura, entre todas, seguirá respondiendo a la pregunta clave: ¿cuál es la educación esencial adecuada a las necesidades espirituales de hombres y mujeres en un planeta multinacional y cada vez más hibridado? Tal vez el éxito de las ciencias se encuentra en que su mirada está constantemente dirigida hacia el futuro, mientras que el humanismo occidental parece mirar sin descanso por el retrovisor. “Las humanidades y las artes de Occidente son virtuosismos de crepúsculo y remembranza”2 . Quizás. No obstante, y aún más en épocas de crisis, sólo la carga de utopía que contiene la arquitectura ofrece un camino realista a la hora de resolver los retos por venir.
Hoy, pese a los negros e inevitables espíritus agoreros, estamos viviendo uno de los momentos más apasionantes de la historia de la arquitectura y de su formación. La revolución que se está viviendo en su enseñanza, con miles de profesores implicados en la innovación docente y hablando sinceramente y por primera vez de pedagogía, la naturalidad con que el ordenador forma parte ya del modo en que los estudiantes viven y trabajan sin la percepción de fisuras entre lo real y lo virtual, sumado a la creciente ludificación del ingenio en que se ha movido tradicionalmente esta disciplina y su completa alineación con el mismo espíritu que se empieza a imponer en la sociedad, hace que su futuro parezca aún más prometedor.
Seguramente, los estudios de arquitectura no conduzcan en el futuro a la consecución de profesionales dedicados a la construcción en su sentido más tradicional. Sin embargo y a estas alturas, ¿ve alguien un demérito en ello? El territorio de la formación universitaria está abierto más que nunca a que quien pasa por un aula adquiera algo más que conocimientos. Es ese “extra”, su amplitud y la creatividad implícita en esta carrera, la que parecen asegurar nuevas ramas profesiones, esas sí, aún no inventadas, nacidas del tronco de aquella vieja profesión. (Y eso sin ni siquiera nombrar las puertas profesionales que abrirán fenómenos imprevistos en el habitar como los que hemos vivido recientemente).