Hace mucho que me había planteado escribir sobre esto, y ahora que me han obligado a permanecer entre sus cuatro paredes, me lanzo y empiezo este texto.
Si en el día a día tendemos a trivializar aquello que obstaculiza puntualmente el recorrido de la existencia, ahora, la actual «guerra silenciosa”, en contraposición, nos hace pensar.
La situación adversa que presenciamos, el escenario de cuarentena con la ‘obligación’ de permanecer en el mismo espacio, idealmente llamado hogar, ha sido un estímulo para esta voluntad de (re)pensar la casa en cuanto palabra, espacio y ser.
La casa – esa palabra que también es espacio (físico y psicológico) –, es quien la habita y la visita, quien la piensa y la construye, es víctima del tiempo y ruina del lugar, que lo es para verla existir.
En el acto de revisitar lo que ella significa (o lo que no) en estos días, nos damos cuenta de que la casa adquiere ese carácter permanente de espacio provisional e inacabado, que tan a menudo no sentimos como nuestro, a pesar de que formemos parte de él.
“ …Soy dueño de la casa, soy dueño del mundo, o inquilino de ambos, lo que significa rigurosamente lo mismo y nada…”1
La casa tiene el deber de ser más experiencia que posesión, más ser que apariencia. Nada… es todo lo que llevamos al final; sólo quedan las memorias inmortalizadas a través de los objetos.
Apropiarnos de un espacio diaria y permanentemente es hacerlo nuestro; asociarlo con nuestras experiencias y recuerdos es convertirlo en un hogar. La distancia entre ‘vivir una casa’ y ‘vivir en una casa’ será la distancia entre las metáforas: casa-sombra y casa-muro.
La casa-sombra será aquella donde habita la memoria, donde deambulan vivencias y se escuchan ecos del alboroto de la rutina. Será la casa-sombra la que nos trae a la memoria los objetos que la inmortalizan: el sillón manco del abuelo o la mesa de costura de la abuela, el espejo oxidado y la intensa luz sobre la escalera de madera podrida.
La casa-muro es el sentido de la casa en cuanto propiedad, objeto adquirido como bien, símbolo del poder económico. La casa que siempre lo será sin serlo, que hace con que la vida carezca de emoción por vivir en ella sin vivirla. La casa que acentúa ese aspecto banal de la vida, donde pasan los días sin dificultad porque se generaron hábitos y rutinas.
Tenemos que habitar más en la sombra que en el muro, diluir las paredes a través de las sombras, experimentar más y apropiarse menos.
La casa tiene algo que ver con el acaso de existir, se revela diariamente en el tiempo excedente de los días laborables y en lo que queda de tiempo de los días libres que inútilmente dedicamos a la procrastinación.
Ahora recuerdo la gran ilusión de mi abuela al describir el día caluroso de hoy, en la casa que acogió el sol y que, con él, cambió: surgió la sombra, entre cuatro paredes levantada. Sombra que a fuer de oscura es transparente de tan llena de la luz que allí batalla…2 Tener una casa es un oficio a jornada completa, además de las obras maestras de la organización diaria, los sueños no escapan al anhelo de vivir esa casa-sombra.
* Vivir la casa es una expresión adoptada del texto ‘Viver uma casa’ de Álvaro Siza, publicado en 01 textos, Oporto, Civilização, 2009, pág. 133.