
Intervención “Versos al paso” en los pasos de peatones de Madrid del colectivo Boa Mistura y el Ayuntamiento de Madrid. Fotografía: Carolina Castañeda (2020).
Cuando visito a mi abuela nonagenaria disfruto enormemente de los viajes que realizamos al Gijón de mediados del S.XX a través de su recuerdo. Lúcida como se mantiene, con sus detalladas descripciones y a través del sesgo de su memoria, consigo entender ambientes, espacios y el pulso de una ciudad que ya no es la misma de mi infancia, ni la de mi adolescencia ni, por supuesto, aquella urbe industrial en expansión que ella conoció.
El poder de los recuerdos nos permite emprender viajes propios y ajenos a través del tiempo y el espacio, pequeñas vivencias que atesoramos y que nos conectan con lo intangible de la ciudad, un patrimonio que por su inmaterialidad parece desvanecerse fácilmente. Y en efecto, su disolución es parecida a la de aquellas frases con doble sentido que aparecieron en los pasos de peatones de Madrid de la mano de Boa Mistura, que se viralizaron a través de las redes sociales y cuya pintura poco a poco va desapareciendo. Huellas frágiles y efímeras en lo físico, pero indelebles en lo emocional.
El relato de nuestras ciudades no está completo sin la consideración de aquellos elementos que se han perdido con el paso del tiempo o incluso sin los ritmos, los ambientes, en definitiva, sin la experiencia sociocultural y vivencial de las actividades presentes y pasadas. En este sentido, la ciudad se convierte en una suerte de palimpsesto en el que estos aspectos cruciales, identitarios, pero también episódicos, conforman la densidad de su memoria. Un patrimonio formado por un collage de escenas: la salida de las fábricas en barrios industriales reconvertidos en residenciales, la actividad pesquera de puertos ahora deportivos, la llegada del tren y su trajín a estaciones convertidas en museos o centros comerciales, el mercado de los jueves en una plaza ahora ocupada por influencers, la botica que se transforma en un bar de moda…
En estos días de inusual recogimiento, de calma autoimpuesta y de escenas urbanas propias de una película apocalíptica, parece como si la esencia de cada ciudad no desapareciese, como si aún resistiese un eco de la vida corriente a modo de miembro fantasma. La cotidianeidad de la calle, de la vida social, se traslada a los hogares, explotando en muestras espontáneas en las ventanas, en los balcones, en las terrazas y azoteas, precisamente en el umbral entre nuestra privacidad y la calle. Entonces ¿es la ciudad la que forma nuestro carácter y vivencias a lo largo del tiempo, o es la esencia que reside en cada persona la que dota de contenido al espacio urbano?
PD. Este post lo comencé a idear hace unas semanas recordando a mi abuela allá en Asturias. Dadas las circunstancias, esta reflexión ha cobrado matices totalmente distintos: es curioso cómo las situaciones de contingencia parecen dar sentido y resignificar nuestras preocupaciones anteriores. Por eso ya no es sólo un texto sobre mi abuela y la memoria urbana.