Nueva tienda de Apple en el Eaton Centre de Toronto, Canadá y tienda ML Informática en la calle Misericordia, Granada
Paseando hace unos días encontré una tienda de informática a la que accedí a través de un pequeño paso entre montañas de piezas de ordenador. No pude evitar hablar con Francisco, el dueño, y felicitarlo por la tienda. Me contó que su mujer se quejaba todos los días del desorden, algo que él no podía cambiar porque era parte del proceso de su trabajo, ya que necesitaba tener presentes y a mano todos aquellos objetos amontonados.
Despertó recuerdos de mi niñez, cuando junto a mi padre desmontaba en casa algún ordenador usado y sustituíamos unas piezas por otras, invadiendo cada rincón del salón con ellas ante la desaprobadora mirada de mi madre.
Sentí que realizaba un viaje al pasado, ya que hoy en día las tiendas de ordenadores han adoptado una estética minimalista, tanto en el diseño de los espacios como en la reducida cantidad de objetos expuestos. Algo que sigue una tendencia muy presente en la actualidad, debida a una determinada lógica comercial y basada en el elevado precio de los artículos.
Este hecho supone una pérdida en cuanto a la percepción que el usuario obtiene del proceso de fabricación y reparación de las cosas, una desconexión total con el funcionamiento de los objetos, que desaparecen tras una cortina cuando se rompen y vuelven a sus manos arreglados o sustituidos por otros nuevos en una caja blanca impoluta.
Cuando Álvaro Siza nos presenta la idea que tiene de una casa, describe el funcionamiento de los elementos que la conforman o los objetos que habitan en ella, cómo se desgastan por el uso y el paso del tiempo:
‘La idea que tengo de una casa es la de una máquina complicada, en la que cada día se avería alguna cosa: bombilla, grifo, desagüe, cerradura, bisagra, enchufe, y luego el termo, estufa, frigorífico, televisión o vídeo; y la lavadora, o los fusibles, los muelles de las cortinas, la cerradura de seguridad. Los cajones se atascan, se rompen las alfombras y la tapicería del sofá del salón. Todas las camisas, calcetines, sábanas, pañuelos, servilletas y manteles, paños de cocina, yacen rotos junto a la tabla de planchar, cuya tela de protección presenta un aspecto lamentable. Igualmente, hay goteras en el techo (se averían las tuberías del vecino, o se rompe una teja, o se despega la tela). Y los canalones están llenos de hojas secas, las albardillas sueltas o podridas.’1
Quizás exista una tendencia en la sociedad actual a valorar como bello lo que se mantiene nuevo por encima de todo. Una ilusión inalcanzable en la que las cosas no pueden tocarse porque se ensucian, en la que los objetos no se arreglan sino que se sustituyen, algo altamente insostenible no solo teniendo en cuenta aspectos medioambientales sino en cuanto al valor del paso del tiempo en la arquitectura.
Platón exponía en su libro ‘El Banquete’ que la belleza es el esplendor de la verdad. Pudiera ser esta la belleza que ansía encontrar Siza en su casa, una verdad que no esconde el funcionamiento de las cosas ni los desperfectos causados por el uso. La atención a los procesos, a lo verdadero, permite trabajar con gran cantidad de parámetros que pueden dar lugar a intervenciones coherentes con el lugar al que pertenecen, la actividad que se desarrolla y el tiempo, más concretamente, al paso del mismo.
En la tienda de informática de la calle Misericordia, parcialmente tapado por una enredadera de cables negros, pude observar un cartel con una frase escrita:
‘El diseño no es sólo lo que se ve y se siente. El diseño es cómo funciona’.
Frase que curiosamente pertenece a Steve Jobs.