Señal viaria de Madrid Central en el Paseo del Prado. Vicente Iborra
Es complicado escribir sobre Madrid Central cuando no vives en Madrid y no has comprobado en primera persona sus pros y contras, pero voy a intentarlo. No quiero centrar el post sobre cuestiones técnicas como cuáles deben ser sus límites, las condiciones de entrada o la gestión de accesos para vecinos y comerciantes. Como toda estrategia urbana que se implanta debe aprender de sí misma, retroalimentarse y ser capaz de corregir disfuncionalidades a lo largo del tiempo. Lamentablemente, en este caso, parece que no se le va a dar esa oportunidad.
La principal característica de Madrid Central, como cualquier Zonas de Bajas Emisiones, es que establece restricciones a la circulación de vehículos que, en determinadas ocasiones, se han entendido como imposiciones que limitan la libertad de los ciudadanos 1, y aquí está el gran error.
No soy ni mucho menos un experto en derecho, pero uno de los principales avances del derecho urbanístico fue la limitación de la propiedad privada. Tal y como nos explicaban en clase, aquí reside la principal diferencia respecto al derecho romano. El propietario de una parcela no podía ya construir en ella lo que quisiera, sino que la normativa urbanística imponía restricciones sobre sus facultades de uso, disfrute y explotación. Estas limitaciones sobre la propiedad privada las tenemos asimiladas desde hace décadas. Seguramente hace un siglo, cuando los planes de ensanche comenzaron a idear el futuro de nuestras ciudades, alguien se escandalizó porque le impedían hacer un edificio de 15 plantas y 40 metros de fondo en su parcela, pero ahora todos entendemos que son normas que permiten (o deberían hacerlo) que haya una relación adecuada entre el espacio público y lo construido, que haya una distribución equitativa de dotaciones públicas o que disfrutemos de calles en las que charlar, jugar o tomar cañas. En definitiva, que tengamos ciudades más justas y bellas.
Y si estas “limitaciones de libertad” que operan sobre el espacio privado no nos escandalizan, ¿por qué tienen que hacerlo restricciones que operan sobre el espacio público? El problema radica en entender la libertad como sinónimo de moverse cómo, cuándo y por donde uno quiera… en definitiva entender que “la calle es mía”. Pero no lo es. Esta forma de entender una supuesta “libertad urbana” se ha acabado. Las Zonas de Bajas Emisiones han llegado para quedarse, y todos deberíamos alegrarnos por ello. No sólo por ser una estrategia necesaria para reducir la contaminación, sino porque deben llevar aparejadas transformaciones urbanas que convertirán nuestras ciudades en lugares más habitables; en verdaderos espacios para la ciudadanía.
Estas políticas, en sus múltiples versiones de diseño, aplicación y gestión, están apareciendo en todas las grandes ciudades: Madrid Central o su nueva versión descafeinada (porque entender que un vehículo de 5 plazas ocupado por 2 personas es un vehículo de alta ocupación es casi un oxímoron), las supermanzanas de Barcelona, las tarifas de congestión de Londres o Singapur, las restricciones de circulación para vehículos diesel en múltiples ciudades alemanas… y así un largo etcétera. Tarde o temprano llegarán a todas nuestras ciudades y dentro de 100 años, sus futuros vecinos se sorprenderán (o sonrojarán) al saber que sus abuelos podían campar con el coche a sus anchas por las calles al grito de: ¡libertad!