Nuevos estándares, viejas ignorancias.

 

Hace unos días el Gobierno Vasco anunciaba la tramitación de un decreto que revisa las normas de habitabilidad y las condiciones de diseño de las viviendas. Entre las cuestiones que incluía el documento estaban el aumento de tamaño de los dormitorios pequeños hasta los 10m2 (igualándolos prácticamente a los dobles) y la inclusión novedosa de un análisis desde la perspectiva de género que plantea la modificación del tamaño y la disposición de las cocinas para facilitar que las labores reproductivas sean compartidas y visibles.

La reacción, en algunos medios de comunicación, fue tan exagerada como desconcertante. Se criticaba en nombre de un extraño concepto de libertad (y de forma muy gruesa) que el estado se «metiera en las casas». Quizá los enfurecidos comentaristas ignoraban que el estado no necesitaba meterse en sus casas dado que, como el dinosaurio de Monterroso, ya estaba allí.

Y es que las normativas de habitabilidad existen desde los años 1930 – 1940. Son un logro que ha permitido que en España el parque de viviendas sea sorprendentemente longevo en condiciones muy aceptables.

Lo cierto es que no vivimos como hace 70 años, que una actualización de los estándares es más que necesaria y que, como bien señalaba David García Asenjo, en caso de hacerla es absolutamente lógico que incluya un análisis desde la perspectiva de género.

Resulta pues preocupante que el problema de los medios sea, aparentemente, el empleo de la palabra ‘género’.

Se tacha, así, falsamente de ideológico lo que es en realidad una metodología analítica: dejar de emplear al varón heterosexual sano como patrón para así, ampliado el foco, descubrir en qué podemos mejorar todos. Gracias a este proceso inclusivo sabemos que las cocinas laboratorio —estrechas, alargadas y separadas— invisibilizan el trabajo reproductivo, aíslan a quien lo ejecuta y son peligrosas en casos de violencia de género pues tienden al arrinconamiento.

Los estándares incluidos en el borrador plantean espacios que faciliten la transversalidad e integración de las tareas reproductivas sin que estas parezcan salidas de la nada. Evidentemente, nada impide que el uso sea el que cada habitante decida, pero la arquitectura puede ayudar a que las viviendas sean inclusivas, a que los habitantes tengan el mejor espacio posible, el más flexible.

Hace unos años el RACE pidió que se ampliara el ancho mínimo de las plazas de garaje de 2,20 a 2,50 metros. ¿La razón? Los vehículos han aumentado de tamaño con los años.

Nadie se escandalizó. A nadie le pareció ideológico que la norma se adaptara a la realidad. Nadie vio amenazada una supuesta libertad para aparcar a dos ruedas en una plaza de 1,50.

Curiosamente los estándares de garajes datan de la misma fecha que los de habitabilidad y si el RACE es experto en coches, los y las profesionales consultados por el Gobierno Vasco, como Inés Sánchez de Madariaga, lo son en habitabilidad y vivienda.

Las normativas existen por una buena razón: para proteger a quienes —de no existir esas regulaciones— quedarían expuestos a la especulación más descarnada.

Ese es el extraño concepto de libertad al que apelaban los excitados tertulianos: la de elegir lo insalubre, lo que funciona peor. En realidad no es tal libertad, es egoísmo camuflado. El de quien no entiende que la única libertad que restaría a los menos privilegiados sería la de elegir el color del cuchitril (la soga, diría Krahe, mucho más claramente).

Resultaría muy triste pensar que nos preocupan más nuestros coches que nosotros mismos. Que nos parecen bien las normativas cuando protegen la puerta de un vehículo, pero no cuando mejoran la vida de las personas.

Por:
(Almería, 1973) Arquitecto por la ETSAM (2000) y como tal ha trabajado en su propio estudio en concursos nacionales e internacionales, en obras publicas y en la administración. Desde 2008 es coeditor junto a María Granados y Juan Pablo Yakubiuk del blog n+1.

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