Proyectos de la firma Gensler, uno de los mayores gigantes de la arquitectura a nivel mundial.
A principios de los años noventa, el maestro Álvaro Siza terminaba una extensa entrevista que le hacía Alejandro Zaera 1 con una pincelada de preocupación por el futuro de la arquitectura en Europa. En ella advertía de la incipiente implantación del modelo americano, dominado por las grandes corporaciones y por las aseguradoras. Ahora, más de veinte años después, aquél futuro ya es presente y la americanización de nuestro modelo empieza a ser una realidad preocupante.
En España, hace ya muchos años que la estructura tradicional de la profesión que tan bien había funcionado durante tanto tiempo está amenazada. La figura del arquitecto que trabaja por su cuenta, pese a seguir existiendo, resulta cada vez más ineficiente frente al incremento de los requerimientos normativos, burocráticos y tecnológicos. A esto le debemos sumar la enorme dificultad para conseguir proyectos públicos, con unos concursos saturados de participantes y muchas veces inaccesibles, especialmente para los arquitectos más jóvenes. La consecuencia lógica de esta situación es la creación de grandes despachos, con amplios equipos de trabajo multidisciplinares, que logran optimizar el proceso de un modo mucho más fácil.
Sin embargo, el cambio sustancial y desalentador no se halla en el aumento del tamaño de los despachos, sino en la progresiva transformación de los mismos en empresas. El objetivo de los primeros es ganarse la vida haciendo buena arquitectura en la medida de lo posible, con el rigor de una profesión que lleva implícita la consciencia del interés común. El objetivo de la empresa, en cambio, es simplemente ganar dinero y maximizar beneficios adaptando su estrategia al mercado. La calidad del producto final, aunque puede ser un medio para alcanzar ciertos resultados, no es nunca un objetivo a priori.
La consecuencia principal de la aplicación de la lógica empresarial es la pérdida de la calidad, no de la construcción –que con una mayor eficiencia en la ejecución puede llegarse a perfeccionar–, sino de la idea misma que hay detrás de todo proyecto. Como muy bien explica Alberto Campo Baeza, “[…] nunca la humanidad ha levantado tantas y tamañas tonterías. Tan bien y tan sólidamente construidas”2. Las únicas ideas que rigen estos proyectos se basan en cumplir con los objetivos empresariales del modo más eficaz posible. Seguridad y confort son las máximas premisas. No se tolera el riesgo de ningún tipo, de ahí que las ventanas ya no sirvan ni para ventilar, como apuntaba Laura Hercha. De esta pobreza en el planteamiento se deriva una arquitectura sin corazón, producida de forma irreflexiva, que resulta extremadamente monótona y carente de interés. Por ello, las fachadas suelen ser las encargadas de maquillar este problema recurriendo a materiales tan novedosos como banales, texturas divertidas e inesperadas, formas absurdas de apariencia vibrante o colores estridentes. Una yuxtaposición de estímulos conforma esta arquitectura anónima, agotadora y superficial.
En este escenario la crítica arquitectónica no tiene la menor capacidad de incidencia. Por su parte, los colegios de arquitectos, con una labor históricamente tan valiosa y decisiva, parecen desorientados ante la magnitud de estos cambios, dejándose llevar, sin parecer conscientes de los daños que produce esta extrema mercantilización general de la arquitectura.
Y aunque se sigue haciendo buena arquitectura y se va a seguir haciendo, no deberíamos permitir que lo bueno sea la excepción, ni que la mayor parte de los proyectos estén comandados por estas corporaciones empresariales que invaden nuestro entorno con sus edificios huecos. La tendencia que estamos observando no es nada positiva. Los que aún creemos en el arte de la arquitectura debemos seguir a contracorriente. Remando contra lo inevitable. Con esta sociedad despreocupada como única esperanza.