Ruanda lleva meses preparándose ante la posibilidad de nuevos casos de Ébola. Tras la declaración de Emergencia Internacional el pasado 17 de julio por la OMS se han intensificado las medidas preventivas, entre ellas, la preparación de Centros de Tratamiento de Ébola (CTE) en el país.
A partir de la construcción del primer CTE en Sierra Leona (2014), he tenido la suerte de formar parte de la creación y transformación de una nueva tipología, tan necesaria como compleja, donde el diseño determina desde la reducción de los tiempos en las zonas de alto riesgo, a la posibilidad de ver a los familiares durante el aislamiento o antes de fallecer.
Los CTE tienen numerosos requerimientos, espaciales y técnicos: diferenciación de áreas según riesgo, múltiples recorridos de único sentido que no pueden cruzarse, redes de agua con distintas concentraciones de cloro, etc. Un exigente programa con la circunstancia añadida de que se construye en fase de emergencia.
Recuerdo la descripción de una compañera doctora en terreno: “No te engañes Vero, un CTE es un lugar para aislar a la gente, y donde la mayoría van a morir”1. Ese día entendí que, como arquitecta, mi trabajo era conseguir que además de ser un lugar seguro para los que trabajan, fuera digno y amable para los que allí entraban.
Hoy en Rwanda he visitado un centro de salud que ha sido transformado en CTE. Mi trabajo consiste en detectar posibles carencias y mejorarlo antes de que lleguen los primeros pacientes. Desde lejos, ya se percibía la notable calidad arquitectónica, un buen edificio de proporciones y ritmos bellos, recién terminado, que antes de ser inaugurado alguien ha decidido convertirlo en centro de tratamiento de ébola.
La adaptación del centro es un despropósito. Aparte de la ignorancia implícita en la decisión de reutilizar un edificio existente para CTE, la intervención realizada denota falta de conocimientos básicos tanto en arquitectura como en las necesidades del ébola.
Este episodio ejemplifica dos preocupantes circunstancias que determinan nuestra profesión: por un lado, la falta de consciencia por parte de las organizaciones humanitarias de la necesidad de profesionales para resolver los programas espaciales y técnicos de manera eficaz durante las emergencias. Por otro, la generalizada carencia de reconocimiento y respeto hacia la Arquitectura de calidad, como herramienta eficaz para mejorar la vida de las personas.
Puedo imaginar perfectamente como alguien, probablemente con buena voluntad, pero totalmente inepto, durante un paseo por el edificio y erigido tras haber leído algún manual sobre centros de ébola, ha ido dado indicaciones cegatas sobre lo que había que hacer: un pasillo aquí, una puerta allí, otro lavabo acá… El resultado: flujos confusos, circuitos no cerrados, carencias graves, espacios incómodos, puntos inseguros y un largo etcétera de despropósitos, que lejos de aprovechar las bondades de lo ya construido, lo han convertido en un problema para los futuros usuarios.
A pesar de todo, he disfrutado, como hacía mucho, del levantamiento a mano alzada, confirmando las cualidades del edificio, entendiendo el origen de esa belleza propia de la buena arquitectura que aparece cuando la recorres con el lápiz, percibiendo las horas de trabajo y cariño que han hecho falta para proyectarlo y ejecutarlo.
Y he sufrido, registrando los daños ocasionados, los zafios añadidos y las heridas innecesarias que lo dejarán mutilado para siempre.
La Arquitectura ha de construir soluciones a los problemas de la sociedad, y la sociedad tiene que demandarla y defenderla como tal, si no, no será Arquitectura.