Hace unas semanas vi la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga, y os aseguro que ha sido una de las experiencias arquitectónicas más impresionantes de mi vida.
La arquitectura es espacio, y aquí lo he sentido con una intensidad escalofriante.
Después, con espíritu travieso, he buscado opiniones sobre esa ermita en la web tripadvisor.es. La inmensa mayoría son encomiásticas, pero yo estaba juguetón y me he ido a las malas.
“Si te pilla de paso puedes asomarte: Es gratis, pero las pinturas apenas quedan. […] Muy pequeña y con muy poco encanto”. Este crítico titula su reseña: “Apenas nada que ver”. Otros titulan: “Muy pequeña” y “Un poco desangelada”.
Estas opiniones negativas se basan en que de los frescos que la llenaban apenas queda nada, y es cierto. Es una pena lo que ha hecho el tiempo, la humedad y la desidia, pero todo ello contribuye a pensar que el espacio arquitectónico no es nada en sí, que el edificio es solo el cofre del tesoro, y que perdido el contenido la caja no tiene valor ni interés alguno.
Claro que el “espacio” no es “volumen”. El espacio es que las paredes brillen o sean mates, que tengan colores o no, cómo entre la luz, qué reflejos o qué opacidades nos dé, incluso qué frío o qué calor haga, cómo huela… Todo es espacio. Y si en este las pinturas ofrecían un efecto mágico e ilusorio y se han perdido se ha hundido el truco, se ha caído todo.
Cierto. Pero un espacio que incluso tan mutilado sigue siendo tan fascinante, tan indescriptible, es algo inexistente para estos ojos ciegos que opinan. “No merece la pena”. “Apenas nada que ver”.
¿Apenas nada que ver? ¿Apenas nada? ¿De verdad? ¿Cómo puede alguien ser sensible a los frescos del elefante, el dromedario, la cacería de liebres… y no serlo ante este pasmoso espacio, ante este puro espacio, ante este espacio espacio?
Y, ojo, estamos hablando de gente que se hace bastantes kilómetros para ver una ermita. Es gente interesada en el arte, o al menos curiosa. No se trata de zafios patanes. Pero sí de personas capaces de apreciar los trazos que perfilan una pezuña de caballo o unas alas de un pájaro pintadas sobre la pared y, sin embargo, no ven, ni saben ver, ni quieren ver el delicado equilibrio de columnas y arcos, el huevo vacío sobre el gran tronco estructural, el mágico castillo de naipes de juegos espaciales, cambios de escala, alturas, vértigos… No les interesa. “No merece la pena”. “Apenas nada que ver”.
Lo dicho: Apenas nada.
¿Sería posible que alguna vez esta gente interesada en el arte pudiera ver la arquitectura? ¿Qué podríamos hacer para ello? No me refiero a admirar cuántos medallones hay a lo largo de una galería, o qué labrado tienen los canecillos de un alero, o contar lóbulos en una rejería. No hablo de las artes decorativas aplicadas, sino de la estructura espacial del organismo vivo que es un edificio. ¿Sería alguna vez posible? ¿Podría alguien, algún guía, por una vez, dejar de señalar cuántos chirimbolos tiene el esforcio del regocifle oeste y animar a los visitantes a que intenten disfrutar de ese “apenas nada que ver”?
Apenas nada. No es el tesoro. No son las monedas de a ocho. Es solo el cofre, que tiene lo suyo.
Nota: Las imágenes son pantallazos de opiniones sobre la ermita en tripadvisor.es