
“Paesaggio”, 1943. Giorgio Morandi
Aquellos que visiten Bilbao este verano, si tienen interés por la buena pintura, van a tener la suerte de poder contemplar una exposición dedicada a uno de los artistas con mayor sensibilidad del siglo XX, Giorgio Morandi. En estos tiempos donde cada vez estamos más acostumbrados al arte insubstancial e insípido, la pintura serena y llena de vida del pintor italiano resulta especialmente valiosa y estimulante. La mayor parte de la obra de Morandi, que también suele ser la más conocida y exhibida, está formada por naturalezas muertas, delicadas composiciones de objetos de una belleza extraordinaria que pintó de forma recurrente y casi obsesiva. Sin embargo, durante varias etapas de su vida también pintó un número importante de paisajes en los que la arquitectura suele tener un papel destacado y a los que es oportuno acercarnos.
El entorno representado en estos paisajes es generalmente el de las montañas de las cercanías de Grizzana, una pequeña población próxima a su Bolonia natal donde Morandi pasó largas estancias. Los Apeninos, que atraviesan Italia de norte a sur, proyectan un ambiente esquivo, distante y ligeramente solitario, aunque en esa zona presentan ya un cariz más centroeuropeo y una imagen menos devastada que en el sur de la península. Con su mirada atenta, Morandi los pintó bajo unos cielos limpios e inmóviles. Con masas cada vez más abstractas, de colores luminosos y con contornos titubeantes, pintó las pendientes del terreno, los campos de cultivo, los senderos, la vegetación y los edificios. No pintó en cambio sus gentes y pese a ello notamos su presencia con la misma fuerza que en las vacías fotografías parisinas de Eugène Atget. Porque son paisajes donde se puede observar claramente la mano del hombre, donde la naturaleza ha sido modificada no de un modo violento sino de una manera lógica, sencilla y respetuosa.
En los paisajes de Morandi, a veces el motivo principal es una vista lejana, amplia, serena, donde los edificios con sus tejados sencillos se colocan grácilmente entre campos y colinas. Son volúmenes iluminados donde raramente aparece alguna ventana. Otras veces la composición se centra en una sola casa o solamente en una parte de ella. Se nos presenta la belleza de un muro, de un solo plano iluminado ligeramente escondido entre la vegetación, y su geometría pura contrasta sobre el fondo admirablemente. ¡Cuánta humildad la del arquitecto anónimo de ese muro! Su contemplación produce una calma formidable. Morandi es consciente de que una arquitectura como aquella posee la misma belleza que la naturaleza de su alrededor y, en su búsqueda de lo esencial, intensifica progresivamente la austeridad de sus composiciones hasta el punto de pintar con el mismo color y el mismo trazo la tierra y las paredes de los edificios. Ya no hay distinción porque son lo mismo, arquitectura y naturaleza. Se funden con harmonía bajo esa luz silenciosa e implacable.
La arquitectura de Giorgio Morandi emerge del lugar de una manera natural y noble. Es la arquitectura tradicional, que transforma el paisaje con sabiduría sin deteriorarlo, porque no le es ajena ni extraña, sino que forma parte intrínseca de él y tiene sus mismas cualidades. Es la buena arquitectura, con ese punto de misterio y de humanidad al mismo tiempo. Volúmenes bajo la luz, austeros y sin artificios. Es la arquitectura capaz de transformar el lugar y hacerlo mejor, sin pedantería alguna, sin alarde de ningún tipo. Es la arquitectura lenta, íntegra e inteligente que tanto necesitamos para nuestros paisajes de hoy en día.

“Paesaggio”, 1943. Giorgio Morandi