la obra se mimetiza con el paisaje
Leo muchos, muchos, muchísimos textos descriptivos de proyecto arquitectónico, y escribo muchos de ellos de cara a publicaciones en revistas. Por esa vertiente de mi carrera profesional, he podido observar una preocupación, incomodidad o inseguridad constante en las interpretaciones que hacen los arquitectos sobre su propia obra.
Frases como “la obra se mimetiza con su entorno” o “la pieza se inserta en un diálogo con el paisaje de modo que se hace casi invisible” son una constante, da igual que el edificio sea un potente elemento de dura geometría y materialidad; en la descripción del proyecto, la obra “se mimetiza en el paisaje natural”.
Y me gustaría mandar un mensaje apaciguador: tranquilos, de verdad, no tenéis que mimetizaros, no hace falta. No se es mejor o peor obra por ello. No hay que tener miedo a intervenir, y ese miedo no nos tiene que llevar a mentir.
¿Que la idea que genera un proyecto viene fuertemente marcada por el lugar, sus condicionantes y preexistencias?: OK.
¿Que se realiza una reinterpretación del paisaje cultural en el proyecto?: OK
¿Que se produce una cierta continuidad de la morfología existente, incorporándose a la obra?: OK
¿Que se establece un diálogo con el entorno a través de relaciones visuales con el paisaje?: OK
Pero nada de eso es una mímesis. Breve aclaración de los términos, según el DRAE:
mímesis
Tb. mimesis.
Del lat. mimēsis, y este del gr. μίμησις mímēsis.
- f. En la estética clásica, imitación de la naturaleza que como finalidad esencial tiene el arte.
- f. Imitación del modo de hablar, gestos y ademanes de una persona.
mimetizar
De mimético.
- tr. imitar(‖ hacer algo según el estilo de otro).
- prnl. Adoptar la apariencia de los seres u objetos del entorno.
De hecho, diría más: la mímesis no es, per se, mejor. Creo que toda esta gran confusión que ha provocado que los arquitectos vayan caminando sobre cáscaras de huevo en las descripciones de sus proyectos, temerosos de dañar el paisaje, viene de esa época de intervenciones indiscriminadas, de especulaciones inmobiliarias y de posterior revulsivo verde, verde, super verde donde la opinión arquitectónica se llenó de alabanzas a intentos de pasar sin dejar huella.
Un tío mío, los domingos mientras preparaba la paella, decía siempre: “los constructores son unos destructores; los informadores son unos desinformadores”, y esa frase nunca ha dejado de estar vigente para mí, veinte años después.
Tenemos que asumir que la arquitectura y su proceso de construcción suponen una transformación del lugar; un lugar que, a partir de la actuación, pasará a ser otra cosa, donde lo que se produzca puede no tener nada que ver con el lenguaje que dominaba previamente esa porción del territorio.
Eso no significa que, por ello, vaya a ser una mala obra, o a significar un ataque. Hay edificaciones que suponen un contraste potente en el lugar en el que se insertan, pero lo hacen con una sensibilidad esencial, con una pequeña relación de enamoramiento. Si nos vamos a las bases de la arquitectura popular, cuyo discurso tanto se retoma para justificar esa (hipotetica) “mímesis”, encontramos mil ejemplos que en absoluto se invisibilizan en el entorno o renuncian al empleo de materiales o acabados que producen contraste. Qué decimos entonces de las casitas blandas y blancas de pescadores en la negra y dura costa de Lanzarote, o de los inescrutables trulli de la meseta de la Puglia.
Apelar a la mimesis es emplear en prevención un atenuante a la condena autoimpuesta: el mea culpa que pesa sobre la conciencia de los arquitectos por el mero hecho de edificar. Asumamos que una intervención es una transformación, y que para construir hay que destruir algo. Intentemos, al menos, no informar desinformando: ni si quiera va la vida buena arquitectura en ello.