Face to Face by Monica Galindo
Hace unos meses mi amiga Mónica Galindo me pidió que reflexionara sobre cómo ha evolucionado la idea de la vivienda desde que uno dibuja sus primeras e inocentes casitas con tres o cuatro años hasta la actualidad a través de un dibujo. Pedirle esto a un arquitecto es una perversión. Tal vez sea una manera de vengarse cariñosamente de su propio marido a través de esta pequeña broma. Todo el mundo sabe que eso es imposible. Ningún psicoanalista que se precie quiere hacer el test de Rorschach a un arquitecto. Ese en el que el especialista te pide “dibuje usted una gallina” o “dibuje usted un pez” y en función de su orientación, posición en el papel o dureza en el trazo, consigue saber de ti con quien te acuestas. Los arquitectos estamos resabiados, siempre queremos ser originales y rara vez el dibujo es espontáneo, nacido directamente desde el subconsciente. En otra ocasión Andrea Paredes amiga psicóloga y casualmente mujer de otro gran arquitecto, nos pidió dibujar una persona bajo la lluvia mientras apurábamos el tercer pisco sour en alguna terraza de Santiago de Chile. No pude evitar dibujar un paraguas visto desde arriba y un montón de puntos. “Nunca te elegiría como director en mis procesos de selección” sentenció…Nos reímos a carcajadas. Sinceramente todavía sigo afectado. No te puedes fiar del dibujo de un arquitecto, no procede del aparato digestivo, de sus entrañas, procede del sistema nervioso, del cerebro, por mucho que pretendamos olvidarnos de dibujar. Pues bien, traté de dar respuesta al encargo de Mónica lo más rápido que pude para no dejar entrar al arquitecto que llevo dentro en este juego. Sin embargo, sabía que también se lo había pedido a once arquitectos más. Pensé: “qué responsabilidad”. ¡Error! Tiempo más que suficiente para que ese pequeño diablo se deslizara entre mis dedos. Traté de recordar las palabras de mi maestro José Ignacio Linazasoro. “Arturo tienes que aprender a dibujar con la mano izquierda” Sus palabras resonaban dentro de mi cabeza. Aquello fue todavía peor…
En menos de un minuto apareció este dibujo ingenuo, o lo que es peor, de arquitecto pretendidamente ingenuo.
De 0 a 10 años copiamos lo que vemos como podemos. Reflejamos la superficie de las cosas, lo evidente, la fachada. El estereotipo.
De 10 a 20 tomamos conciencia del individuo que somos y comenzamos a mirar hacia el interior. Sabemos que las casas tienen interior. Incorporamos los rayos x. Recurrimos a nuestra experiencia y a lo que creemos que existe dentro.
De 20 a 30 comenzamos a estudiar arquitectura, a limpiar nuestra mirada de “toda la porquería que nuestros mayores nos han inculcado” como vehementemente le gustaba ir diciendo al gran Antonio Miranda en sus clases.
De 30 a 40 ya nos hemos echado a perder definitivamente. Hemos sido abducidos por la Escuela, por las clases de geometría descriptiva y por el mismísimo Le Corbusier.
De 40 a 50 comenzamos a buscar nuestro propio camino, a despojarnos de atributos innecesarios, a prescindir de la propia arquitectura a buscar lo estrictamente necesario.
A partir de los 50 nos damos cuenta de que lo hemos perdido todo y nos sentamos bajo un árbol, buscando cobijo mientras recuperamos el resuello que nos permita volver a preguntarnos por el origen de la forma, de las cosas. Comenzamos a divertirnos con temas más superficiales, como cuando teníamos 3 años.
Pero como somos arquitectos, cuando estamos pensativos recurrimos a algún maestro para justificar nuestra conducta y claro, no hay otro más recurrente que el mismísimo Le Corbusier. ¿Qué hizo el maestro a los 50? Pues romper con su propio pasado. Profanar la arquitectura blanca y pura que él mismo había promocionado. Pintarrajear la casa de su amiga y discípula Elieen Grey. Desnudarse y volver a convertirse en un niño.