Con las gallinas lo tenemos claro. Imagen de Ana Mombiedro
Hace poco estuve como ponente en el encuentro por la infancia, la inclusión, la educación y la arquitectura que se llevó acabo en uno de los auditorios del Museo Reina Sofía. Un encuentro por el futuro de nuestros jóvenes con una motivación común; indagar en cómo hacer que la educación sea un proceso participativo del que todos tomemos parte.Por la parte que me toca, compartí con la audiencia la relación entre el entorno y el aprendizaje desde que estamos en el vientre materno hasta que entramos en la adolescencia. Entre otras cosas, conté un proyecto que me marcó mucho cuando inicié mis trabajos de investigación. El dramático caso de los orfanatos en Rumanía.
La terrible gran idea del dictador comunista Nicolai Ceausescu de prohibir el aborto y multar a familias con menos de cinco hijos como medio para producir más capital humano en el país dio lugar a una situación de extrema pobreza.
Consecuentemente, tras su fallecimiento, se descubrieron en Rumanía más de 170.000 niños que habían sido abandonados en instituciones públicas (orfanatos) que carecían de medios para proporcionarles una infancia digna.
Cuando grupos de investigación occidentales se adentraron en estas casas de acogida, donde la ratio llegaba a 15 niños por cuidador, vieron que los pequeños no habían desarrollado las capacidades motoras ni cognitivas que correspondían a su edad.
Uno de los grandes condicionantes fue el hecho de que apenas habían tenido contacto con el exterior. Sin contacto con adultos que les dieran cariño, sin otros niños con los que interactuar y sin salir de la cuna durante varios años, estos niños sufrieron un déficit cognitivo y motor muy acusado.
El contacto con el exterior durante nuestra vida es fundamental para el desarrollo del sistema nervioso. Ya en el vientre materno nuestro sistema límbico primario comienza a desarrollarse, y hasta los 3-4 años, se establecen las bases para comprender nuestro cuerpo y nuestro entorno. Cosas a priori tan lógicas como la gravedad (que las cosas se caen al suelo) o la densidad (que lo líquido no lo podemos agarrar con las manos) son cosas que aprendemos gracias a la interacción con nuestro entorno. La experiencia nos enseña más que mil palabras.
Ahora, si se nos priva de un entorno con los estímulos adecuados, las conexiones neuronales responsables de codificar en nuestra cabeza cómo funciona nuestro entorno no tendrán lugar y, por lo tanto, no estaremos preparados para pasar al siguiente nivel. Y esto no sólo sucede durante la infancia, sino durante toda nuestra vida.
Todos tenemos claro que los huevos de gallinas camperas son algo mejores que los de gallinas ecológicas, y ni punto de comparación con los de gallinas criadas en jaulas. Las primeras crecen y viven en un entorno rico de estímulos naturales, en contacto con otras gallinas… las últimas están encerradas en pequeños cubículos, sin apenas movimiento ni contacto con el exterior, como los niños del orfanato.
Y a raíz de esto… ¿qué tipo de personas genera el entorno que proyectamos los arquitectos? ¿Podremos en unos años clasificarnos como personas camperas, ecológicas, de suelo o de jaula?