Foto: Luis Asin
Por Emilio Tuñón.
Cáceres es una compleja ciudad cuyo casco histórico estaba construido como una aglomeración de hermosos casas-palacios e iglesias, la mayoría de ellos acabados en cálidos granitos y revocos a la cacereña. Tras la guerra civil, los restauradores oficiales del régimen descubrieron la alta expresividad de los muros de cuarcita que habían perdido su revoco, y decidieron imponer una disciplina que reivindicaba una estética expresionista basada en estos muros descarnados, casi turrón ciclópeo de cuarcita y mortero de cal. Extraña decisión tomada por unos pocos que, con los años, se convirtió en la seña diferencial, casi surreal, de la hermosa ciudad extremeña.
En ese enigmático entorno, sobre un conjunto de tres edificaciones de diferentes épocas, construimos, ya hace siete años, el Relais Chateaux Atrio. Para ello tuvimos que re-habilitar, con cierto sufrimiento personal, los viejos muros existentes, introduciendo un nuevo ser vivo, capaz de acomodarse, como un cangrejo ermitaño, dentro de la concha pétrea de otro animal.
Y, como ocurre con los libros, un proyecto lleva a otro… Uno de los propietarios de la empresa que suministró el hormigón blanco para el hotel Atrio nos llamó, años más tarde, para encargarnos una vivienda para su familia. Persona culta y optimista nos planteó un curioso programa conceptual para su nuevo proyecto: “Queremos una casa en la que, cuando estemos fuera tengamos el deseo de estar dentro… y cuando estemos en su interior, tengamos la necesidad irrefrenable de salir fuera”.
Con este extraño programa conceptual como punto de partida del proyecto, nos enfrentamos al encargo de construir una vivienda en una de las pocas urbanizaciones genéricas que rodean la ciudad de Cáceres.
La casa que construimos, Carlos Martínez Albornoz y yo, para nuestro común amigo domina con discreción el lugar, recostándose en la ladera natural del terreno, junto a unas hermosas encinas centenarias, y abriendo los ojos sobre el paisaje y la ciudad de Cáceres. Desde esta posición dominante la casa trata de ser respetuosa con el entorno natural-artificial, estableciendo vínculos formales y constructivos, tal vez de forma irónica, con el casco histórico de Cáceres.
En su ajustada dimensión, la casa quiere ser un palacio para sus usuarios, afirmando este noble carácter por medio de una extrema sencillez en su organización, y una rigurosa construcción tradicional de su volumen.
Construida toda ella en cuarcita cacereña, la casa se manifiesta como un sencillo volumen prismático de planta cuadrada, con tres huecos cuadrados en cada lado, enmarcados todos ellos con piedra de granito extremeño de tono cálido.
En el interior las nueve estancias cúbicas permiten acoger, sin muchas diferencias formales, los diferentes usos de la vivienda: cuartos de estar, dormitorios, cocina y comedor. Entre estas estancias se ubican todos los espacios servidores de la casa como son los armarios y los aseos.
Con una distribución casi palladiana, la casa quiere ser un pequeño palacio que reivindica su referencia directa a la ciudad histórica de Cáceres, y que trata de hacer visible el deseo contemporáneo de entender la casa como ciudad y la ciudad como casa. Y, a partir de un intencionado juego de oscilaciones permanentes entre el objeto autónomo de la arquitectura y el sujeto activo que la usa, la casa se sitúa en un lugar entre lo natural del cobijo y lo artificial de la geometría, construyendo así una pequeña arquitectura en la que el tiempo quiere ser más importante que el espacio.
Y, desde el exterior de la casa-palacio, se puede apreciar el casco histórico de Cáceres, estableciendo una irónica simetría material, entre esta pequeña construcción y las viejas fábricas de piedra del casco histórico, aquellas que nos impusieron una forma de construir que nosotros intuíamos ajena a nuestros intereses, y que hoy nos ha permitido realizar esta atemporal casa-palacio para que nuestros amigos quieran estar fuera cuando están dentro, y dentro cuando están fuera.