Autor de la fotografía: Emil Adiels.
Después de contemplar la fachada principal desde la estrecha calle crucé la puerta de entrada del Palau Güell. Si fuera lucía el caluroso sol veraniego ahora me encontraba en un vestíbulo donde la luz era débil, tamizada. Empecé a descubrir los espacios interiores del edificio, todos ellos dominados por una atmósfera onírica donde la escasa luz natural que conseguía penetrar adquiría una densidad formidable. Momentáneamente, como por arte de magia, tuve la suerte de quedarme solo en una de las salas. Por un instante fugaz el azar quiso que los numerosos turistas se olvidasen de ese preciso lugar y pude percibir el espacio con una calma extraordinaria. Aún recuerdo esa indescriptible sensación.
Enseguida llegué al sótano, que antiguamente había servido como caballeriza y almacén del palacio. Allí me impresionaron los robustos pilares de ladrillo, la compresión del espacio, el entramado de arcos del techo. Podía percibir el peso del edificio. Sin embargo, pronto noté algo verdaderamente molesto y perturbador: unos descorteses focos emergían del suelo iluminando las superficies de los pilares, las paredes y los arcos. Había decenas de ellos. Emitían tal destello que me deslumbraban si miraba hacia el suelo. Al fondo de la sala hipóstila se hallaban unas bellas perforaciones en el muro: entradas de aire y de luz natural provenientes de más arriba. Con la abundante iluminación interior casi no se distinguía la entrada de luz natural. Con más oscuridad en el interior, en cambio, el efecto hubiera sido sorprendente. No podía dejar de preguntarme, ¿para qué eran necesarios tantos focos?
Esa experiencia en las caballerizas del Palau Güell me hizo pensar en la iluminación excesiva de numerosas obras de arquitectura o monumentos. La abusiva instalación de focos y luces indirectas hace prácticamente imposible, por ejemplo, de visitar alguna de las excelentes capillas románicas de nuestro país con la luz que les es propia y natural. También existe una creciente museización del espacio arquitectónico, sobretodo en edificios históricos, que lleva a iluminar partes concretas: un capitel, una columna, una bóveda…, pero se olvida la experiencia global y conjunta que supone la arquitectura. Entiendo el interés escultórico o histórico que algunos elementos puedan tener, pero no se debería fosilizar y exhibir los edificios de forma fragmentada. El interés arquitectónico reside en el espacio y en la atmósfera que se genera.
Es por esto que celebro los casos en que las instalaciones de iluminación son resueltas con elegancia y respeto por el edificio. Cuando no se persigue decorar ni exaltar nada, porque no es necesario, sino simplemente satisfacer los requerimientos de accesibilidad y seguridad de una forma sutil y eficaz. Aunque seguramente este no sea el objetivo en los monumentos de interés turístico, donde se pretende contribuir al espectáculo, a la vistosidad, aun a costa de renunciar a la sensibilidad y al buen gusto. Creo que este es el caso del sótano que he descrito anteriormente.
En la planta noble del Palau Güell se encuentra un colosal cuadro de Aleix Clapés1 donde aparece Hércules sosteniendo una antorcha con la mano, emergiendo de una profunda y enigmática oscuridad. En esas tinieblas insondables quizás pueda encontrarse un poco del misterio que se echa en falta actualmente al sótano de la magnífica obra de Antoni Gaudí.