Raffaello Sanzio, “Cartone della Scuola di Atene” (1509). Fuente. Pinacoteca Ambrosiana (Milán)
Cuando creíamos habernos librado de la moda del feng shui aplicado a la arquitectura, llegan hasta nosotros lo que parecen ser sus versiones hipervitaminadas y mineralizadas, arquitecturas que tratan de diferenciarse incorporando a su denominación referencias a conceptos de cuestionable base científica: holísticas, sinérgicas, reiki, somáticas… Algunas incluso han dejado de ser un mero reclamo publicitario, propio de los libros de decoración que pueden encontrarse en mercadillos, para hacerse un hueco entre los programas académicos de las universidades españolas 1. Sin embargo, esta incursión de las pseudociencias no ha hecho saltar nuestras alertas de un modo equivalente a como sí lo ha hecho, por ejemplo, que la homeopatía sea ofrecida abiertamente en farmacias como un método de curación válido.
Aunque esto tampoco debería importarnos. No solo porque ya estamos habituados a la presencia de una cierta proporción de magufadas arquitectónicas en cualquier publicación o premio, sino sobre todo porque aderezar la arquitectura convencional con un poco de pseudociencia tampoco debería hacer demasiado mal a nadie. En el fondo, es como añadir gotas de limón al agua con azúcar para que el preparado homeopático adquiera un sabor diferente y pueda venderse mejor. El resultado va a ser igual de insatisfactorio porque el conflicto no está en los excipientes, sino en la propia esencia del producto, ya sea este farmacéutico o arquitectónico.
Pero frente al conflicto evidente que supone asociar la homeopatía a la medicina científica, conectar cualquier pseudociencia a la arquitectura debería resultar indiferente. Nos puede gustar más o menos, creer en ello o rechazarlo, pero no estamos dando lugar a ningún oxímoron epistemológico. Porque en realidad, y a pesar de la insistencia de los actuales estándares académicos para que nos ajustemos metodológicamente a los mismos, la arquitectura nunca ha tenido su lugar entre los saberes científicos.
Durante décadas hemos utilizado a nuestro favor la idea de que la arquitectura se posiciona ambiguamente entre las “ciencias” y las “letras”, pero Karl R. Popper no dudaría en afirmar, enfrentándose de nuevo a los argumentos de un arquitecto blandiendo su endeble atizador, que nuestra disciplina no superaría la más simple prueba de falsación.2 Nuestro campo de acción no es el de la ἐπιστήμη (epistḗmē), el de las verdades generales y universales, ciertas y verificables a través del juicio racional. Aunque sí podría ser el de la τέχνη (téchnē), el de la expresión práctica y concreta de esa misma racionalidad. Como señalaba ya Aristóteles, “la arquitectura es una τέχνη, y es además esencialmente un hábito productivo acompañado de razón”.3
Pero no estamos en la Grecia clásica, ni son buenos tiempos para las disciplinas guiadas por la razón. Vivimos en el siglo XXI, una era en la que triunfan los modernos doxóforos 4: tertulianos, influencers, blogueros… y demás charlatanes que venden humo. También entre los arquitectos. Porque, al fin y al cabo, ¿quién necesita la razón cuando tiene opinión? ¿Quién necesita la ciencia cuando puede tener su creencia? Quizá nuestro futuro se encuentre realmente en la arquitectura homeopática®.
O quizá no.
«…oxímoron epistemológico», vaya onanismo intelectual.
¿Quizá sea usted uno de esos doxóforos con ese lenguaje?
Sí.