Hace algo más de un mes tuve la suerte de ir por primera vez a la Bienal de Venecia.
Ir a Venecia en busca de buena arquitectura parece una obviedad; aún así, una vez superado el “Stendhal” que me invadió al poner un pie en el Gran Canal, tocaba dirigirse a los Giardini.
Nada más entrar me encontré inmerso en las páginas de nuestro habitual papel couché: junto a la entrada entrevistaban a Jean Nouvel, buena parte de los seleccionados abarrotaban la entrada del pabellón español y una larga cola presagiaba el éxito del pabellón suizo. La cosa prometía…
Con el plano en una mano y el teléfono en la otra haciendo fotos sin parar fui de país en país y de arquitecto en arquitecto. Una pequeña peregrinación por lo que prometía ser lo más destacado de la arquitectura de los últimos dos años. Como en una especie de Eurovisión arquitectónica, las propuestas abarcaban desde la obviedad más sonrojante que no se tomaba demasiado en serio a sí misma hasta instalaciones que te hacía olvidar por un momento que estabas en los jardines venecianos para transportarte por un instante junto John Lennon o una terminal de autobuses. Tras visitar la práctica totalidad de la exposición tenía la sensación de poder agrupar las diferentes estrategias de la siguiente manera:
1_ El pabellón experiencia, aquel destinado a que el visitante sintiese la arquitectura en primera persona, sin explicaciones ni discursos, arquitectura en estado puro y sin adulterar. Instalaciones como la suiza o la finlandesa destacaron por la contundencia de su propuesta, dejando la experiencia de usuario en manos de la madurez de los participantes.
2_ El pabellón discurso, más cercano al manifiesto que a la materialización y que en ocasiones rayaba en la saturación aparentemente intelectual en detrimento del mensaje.
3_ El pabellón muestra, donde tan importante era la selección de obras a exponer como la forma de exponerlas. Sorprendía en este caso la estrategia alemana, donde una serie de monolitos negros distorsionaban la perspectiva del espacio ocultando tras ellos toda la exposición a los ojos poco curiosos que no se adentraban en el edificio en busca del contenido.
Mención aparte merece la intervención del Vaticano que debutaba en esta bienal, y que con sus 11 capillas en la isla de San Giorgio Maggiore dio una auténtica exhibición de arquitectura de la mano de 11 firmas de arquitectura, que siendo absolutamente heterogéneas en sus propuestas no podían ser más impecables en su ejecución.
Así pues, pasear por la bienal es caminar a medio camino entre el presente inmediato de la arquitectura de medio mundo y la mirada a los futuros posibles hacia los que se dirige nuestra disciplina.