Imagen playera “típical espanis” que un distraído arquitecto pudo tomar alguna vez
(Rodrigo Almonacid © todos los derechos “muy reservados y mucho reservados”).
Sí, ha llegado el verano. Siendo arquitecto esto no es sinónimo de “vacaciones”, ni mucho menos. Los compromisos con constantes: seguir con la redacción de proyectos en curso, estar al tanto de la resolución de gestiones administrativas en algún organismo, atender las direcciones de obra, quizá preparar algún concurso 1 u oferta de servicios, revisar la penúltima actualización de la normativa, requerir algún pago de facturas pendientes… Incluso, si uno es asalariado (colaborador en un estudio, técnico de la administración, profesor, etc.), eso de “desconectar” se hace complicado.
Siempre nos queda el consuelo de decir lo que los afortunados solían decir antiguamente: uno no se va “de vacaciones” sino que se está “de veraneo”. Es decir, que nos llevamos el móvil y el portátil a otro lugar por “unos” días —tampoco muchos, ya sabemos cómo están las cosas del gremio— para seguir operativos en la distancia, intentando hacerlo compatible con escapadas con amigos o ratos de ocio en entornos familiares.
Supongamos que un arquitecto se va a la playa cual “españolito de a pie”, con toda la ilusión del mundo por hallar ese preciado descanso. Sí, crees que lo consigues, pero…
… al salir de tu alojamiento temporal (de camino a la playa) pasas por el quiosco a por el periódico, y, ya de paso, echas un vistazo a ver si, por casualidad, tuvieran un ejemplar de alguna revista de arquitectura, por si acaso te hiciera falta en los próximos días…
… llegas a la playa y tus niños te reclaman inmediatamente para construir castillos, oportunidad que no dudas para convertirte en constructor del zigurat mesopotámico deconstructivista o del nuevo túnel que cruce el Estrecho de Gibraltar…
… te tumbas a tomar el sol y no dejas de mirar la estructura radial de la sombrilla, de estudiar el avance de las sombras arrojadas, o incluso de repensar su diseño, porque es “muy mejorable”…
… te animas a pasear por la playa y no dejas de admirar embelesado, y acaso hasta fotografiar 2, el abanico de tipologías de torres de apartamentos, con esas terrazas donde “se hace vida” (tras las barandillas oxidadas, convertidas en tendederos de toallas), y con esa indómita sensibilidad estética que demuestran toldos o aparatos de aire acondicionado…
… te acercas al chiringuito a tomar un refresco y no dejas de pensar en cómo habrá logrado obtener licencia semejante garito, sin la accesibilidad arquitectónica puesta al día, ni los aseos adaptados o higiénicamente decentes, ni una digna salida de humos…
… regresas a tu guarida, pero entras a hacer la compra en el supermercado que te pilla de camino, y transmites tu preocupación a tus allegados porque solo tiene una salida de incendios pese a estar en un semisótano…
… pretendes echarte la siesta tras la comida pero hay tanto ruido que te acuerdas de que ese edificio donde te alojas (no digamos ya si estás de camping, entonces estás “de enhorabuena”) no es de la época del Código Técnico, y recuerdas cómo antes se visaban proyectos con aquella mítica ficha de la CA-88 que nadie hacía cumplir en obra…
… bajas a la piscina y, tras el reconfortante chapuzón, por fin dedicas un ratillo a leer esa novela que no pudiste leer durante el año, y que, por supuesto, no es nada (“pero nada”) arquitectónica como El viaje a Oriente, El elogio de la sombra, Las ciudades invisibles, La poética del espacio…
… y, por fin, tras una velada nocturna agradable, te metes en la cama agradecido y dichoso por haber sabido “desconectar” con la arquitectura, esa compañera que te rodea y te acompaña incluso en tus más freudianos sueños estivales, y que al día siguiente intentas explicar con un tuit ilustrado con una imagen de un De Chirico o de una fantasía de nuestro Casto Fernández Shaw.
Pero sí, estás de veraneo, amigo/a arquitecto/a. Disfrútalo. Y disculpa por no hablarte de arquitectura 3 en este post.