De arriba abajo y de izquierda a derecha: Residencia oficial del embajador de España en Washington, de Rafael Moneo; proyecto de vivienda particular en Tánger para Felipe González, de A-cero; residencia oficial del presidente de la Xunta de Galicia, de Manuel Gallego; vivienda particular en León de José Luis Rodríguez Zapatero, cuyo autor desconozco
Toda arquitectura es política. Toda actividad humana lo es.
Hace unos meses me referí en mi blog ¿Arquitectamos locos? a las casas de los reyes Felipe y Letizia y de los políticos Pablo Iglesias e Irene Montero. Me llamaba mucho la atención que personajes con esa relevancia política y esa capacidad de influencia tuvieran un criterio tan nefasto para la arquitectura de sus propios hogares. Y me pareció muy feo y muy triste por lo que son y por lo que representan, y por el poder real que tienen o pueden tener sobre un asunto por el que manifiestan tal desprecio. Pero, sobre todo, me sentí muy mal por la incultura y la falta de sensibilidad que demostraban.
Nunca se les habría ocurrido decir que leen noveluchas sensibleras y cursis, o que su música preferida es el chundachunda, y seguro que no lo callan por disimular, sino que realmente aborrecen esas zafiedades. Es lo mínimo que se espera de alguien con alguna educación.
Pero, sin embargo, su arquitectura es la equivalente a esas novelas pastelosas y a ese ruido patoso. Y no pasa nada. El sufrido pueblo, que se rasgaría las vestiduras si a estas dos parejas solo les gustara escuchar música chiringuitera, no se indigna por su ridícula zafiedad para con la arquitectura. Al fin y al cabo, la arquitectura no le interesa a nadie.
¿O tal vez sí?
He buscado casas de políticos que fueran en otra línea y he visto dos grupos: Por una parte, algunas residencias oficiales que trascienden a las personas concretas: Casas para cargos, y que lo serán para los actuales y para sus sucesores. Son casas de estancia transitoria y no las han elegido las personas que en un momento dado las habitan, sino (de una forma indirecta) la sociedad que quiere que estas personas, debido a la dignidad de su cargo, se alojen en un espacio adecuado y coherente.
Eso me parece estupendo, y creo que es lo único (y lo menos) que los ciudadanos podemos exigir. Pero yo estaba buscando casas particulares, casas personales que mostraran al político poderoso en su hogar y nos dieran alguna pista de su cultura y de su buena o mala disposición para la arquitectura.
Cualquier persona sensata diría que eso no le importa a nadie, que la intimidad de las personas no es asunto nuestro, que lo que cuenta es la oficialidad, la imagen pública.
Sí; es cierto; pero yo quería atisbar cómo piensan las personas que deciden o han decidido tantas cosas por nosotros. Quería saber qué sienten y cómo son, porque no se puede apoyar la cultura desde el cargo y la responsabilidad oficial y ser un ignorante en la intimidad.
Creo que el pensamiento espontáneo y ultrasincero de “a los arquitectos habría que matarlos” es coherente con la fascinación servil por el arquitecto estrella que te vende humo.
Creo que la patanidad y la chulería arraigadas en lo más hondo de la persona afloran en el cargo público y nos lastran a los ciudadanos.
Hace poco Pedro Torrijos hablaba del mismo asunto a razón de la casa adquirida por Pablo Iglesias e Irene Montero y apuntaba en la misma dirección: valorar la arquitectura particular, la que cada cual puede construirse desde sí mismo hacia la sociedad, como una manifestación clara, podría decirse involuntaria, de cierta «verdad» oculta bien disimulada en otras disciplinas popularmente más apreciadas, como la música o la literatura.
La sensación de exceso moral en este planteamiento me lleva a considerar que bien podemos alegrarnos los arquitectos de presenciar una arquitectura así, incómoda para el gran público, un poco más libre para mostrarse sin recatos, sin necesidad de construir un simulacro según la demanda (aunque igualmente crean otro simulacro, lo cual hiere la sensibilidad de inclusos algunos neófitos en el asunto) porque no hay mercado que exija una clase política que muestre cultura arquitectónica con la que sentirse identificado. Los signos de la arquitectura pasan desapercibidos para el común y, dadas las circunstancias, es lo mejor que cabe esperar de un oficio que todavía hoy muchos pensamos que debería, ante todo, significarnos mediante un discurso serio.
Que no se haya democratizado es casi un milagro. Alabado sea.
Interesante reflexión sobre un tema que considero atemporal; casi se podría subtitular
«arquitectura y poder». Personalmente sólo conozco un caso en el que se da una arquitectura concebida desde la calidad del diseño como alojamiento para un político: la residencia oficial del presidente de la Xunta de Galicia en Santiago de Compostela con arreglo al proyecto de Manuel Gallego… y en este caso tampoco es una elección 100% del titular de turno. En todo caso, enhorabuena por tu escrito.