En la última película de Olivier Assayas, Personal Shopper, su protagonista responde a la pregunta “¿qué te produce placer?”, formulada por un inquietante desconocido a través de un mensaje de texto en el teléfono móvil, reconociendo que “lo prohibido”. Su deseo ilícito es probarse la lujosísima ropa que selecciona para una famosa clienta, en un intento de transformarse en quien no es: una millennial norteamericana que no consigue superar la muerte prematura de su hermano mellizo, y que se resigna a un trabajo que le resulta alienante y la mantiene alejada de su pareja con tal de seguir en París y pernoctar alguna noche en la vivienda del difunto, convencida de que así este podrá comunicarse con ella desde el más allá.
La creencia de que los espacios domésticos siguen impregnados del espíritu de sus moradores después de fallecidos estos ha inspirado muchas otras películas del llamado género de terror, como la inolvidable Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940), pero también maravillosos relatos como La casa encantada (Virginia Wolf, 1921), en el que una pareja de fantasmas vuelve a su antiguo hogar buscando un tesoro que resulta ser la felicidad compartida en sus rincones.
Dejando de lado cuestiones paranormales, cualquiera que haya entrado en una casa deshabitada reconocerá la sensación de profanar una intimidad ya desaparecida y, sin embargo, aún presente, no solo en los muebles u objetos dejados atrás, sino a veces incluso en algo tan intangible como el olor.
Y si esa casa es la que se hizo construir Michelangelo Antonioni a finales de la década de los 60 en Cerdeña para sus vacaciones estivales junto a Monica Vitti, y se penetra en ella a través de una ventana mal tapiada y desoyendo las advertencias sobre la imposibilidad de acercarse por tratarse de una propiedad privada a pesar del evidente estado de abandono, a esa sensación se suma inevitablemente la atracción por lo prohibido confesada por el personaje de Assayas.
Tras dos horas de serpenteante carretera a lo largo de la Costa Paradiso, admirando el rojo de sus formaciones rocosas adentrándose en un mar de un azul casi irreal, la cúpula proyectada por Dante Bini parece un objeto extraño, ajeno en su geometría tanto al paisaje circundante como a la arquitectura tradicional mediterránea. Construida según el sistema desarrollado por el joven arquitecto y patentado bajo el nombre de binishell, su pureza volumétrica exterior contrasta con la complejidad de los espacios interiores, lo que quizás se deba a la gran implicación del cineasta en todo el proceso desde sus inicios.
Si las películas de Antonioni tienen una precisión casi surreal en el tratamiento del color y los objetos, en su vivienda todo está pensado para producir el máximo impacto sensorial: a la distribución orgánica de las plantas o la iluminación natural, herramientas compositivas netamente arquitectónicas, se suman el sonido del mar y del viento que penetra por los ventanales y el óculo cenital, el olor de las plantas aromáticas del jardín interior, el color del granito local utilizado como árido para los terrazos…
La escalera central, construida con bastas losas irregulares de piedra encastradas en la pared y sin barandilla alguna, parece un monumento al peligro y la belleza, temas recurrentes en la obra del realizador italiano. Y al observarla por última vez antes de abandonar sigilosamente el espacio allanado, con el miedo a ser descubiertos mezclado con la excitación por haber disfrutado de una experiencia única, no resulta difícil imaginar a Vitti descendiendo sinuosamente por ella mientras Antonioni la observa desde el salón, cual testigos involuntarios de una escena fetichista.
Exterior de La Cupola proyectada por Dante Bini, © Ester Roldán, septiembre de 2017
Espacio central de la vivienda de Antonioni, © Ester Roldán, septiembre de 2017