Agujero donde se encontraba el Buda de Bamiyan en el Valle de Bamyan tras su destrucción, 16 Junio de 2012. Imagen Wikipedia.
Hace unos días la ONU firmaba una resolución sorprendente sobre la preservación del patrimonio. La Directora General de la UNESCO, Irina Bokova, explicaba: “La destrucción deliberada del patrimonio es un crimen de guerra, se ha convertido en una táctica para desgarrar a las sociedades a largo plazo, en una estrategia de limpieza cultural”1. La resolución 2347 dice que defender el patrimonio es un asunto de seguridad mundial. Equiparable al terrorismo o la guerra e inseparable de la defensa de la vida humana.
También, en las mismas fechas, se producía la mayor donación territorial privada de la historia. Hace más de veinticinco años, el magnate de la ropa deportiva, Douglas Tompkins, gastó cerca de cuatrocientos millones de dólares en comprar una inmensidad de territorios en Chile y Argentina2. Aunque se especuló sobre el uso mercantil que esperaba dar a esos terrenos, el declaró que su intención era la de dedicarlos a ser protegidos y que una vez que el desapareciera iban a ser donados al estado. Ahora sabemos que es un hecho cierto. Defender el patrimonio parece ser una obligación también llevada a cabo desde la iniciativa privada.
Hace no mucho más que unos meses se demolió la casa Guzmán, obra de Alejandro de la Sota: esta demolición levantó un revuelo inusitado sobre la desprotección del patrimonio moderno de la arquitectura española…
A su vez, no hace tanto, el Colegio de Arquitectos de Madrid dio la voz de alarma por el intento de demolición de una de las pocas obras de José Antonio Coderch y Manuel Valls en Madrid, la casa Vallet de Goytisolo…
Parece, como nunca antes, que la cuestión de la herencia del patrimonio supone una atronadora llamada a la responsabilidad.
Hace no tantos años, en su exposición “Cronocaos” Rem Koolhaas nos recordaba que alrededor del doce por ciento del planeta estaba por entonces bajo diferentes formas de conservación natural y cultural. Desde el siglo pasado esta protección se extiende exponencialmente. Con tal crecimiento la protección completa del planeta parece próxima. O su destrucción. Parecemos condenados a una congelación cada vez más masiva, una crionización que tiende a hacer de occidente, y de Europa en particular, un lugar de la memoria y por tanto del turismo. Un lugar en el que la iniciativa privada, extrañamente, se resiste a participar.
Lo increíble de la defensa del patrimonio no es tanto que se trate de una protección inusitada en toda la historia del planeta, sino la ambigüedad moral y la dificultad cultural de definir el objetivo y responsabilidad de dicha protección, ya que se trata de un concepto global y, por tanto, vago e insuficiente3. Nunca antes la preservación del patrimonio ha sido mejor metáfora de nosotros mismos, decía Koolhaas4. Nunca antes hemos sido conscientes de la voluntad de legar esa metáfora al futuro y de destruir obras a la misma velocidad. Hoy vivimos una situación esquizofrénica. Tal vez necesaria, pero dolorosa. Resulta insoportable ver desaparecer pedazos de la historia moderna de la arquitectura española tanto como de Palmira a manos de la barbarie yihadista.
Y sin embargo, ¿supone la protección del patrimonio la muerte de la arquitectura misma? O desde otro extremo ¿debe preservarse lo auténtico, lo excepcional o también pedazos de lo más vulgar y cotidiano? ¿Se puede llegar al extremo de producir arquitectura digna de ser protegida de manera voluntaria? ¿Puede obligarse a soportar los costes de defensa del patrimonio a sus propietarios o esa herencia pertenece a la humanidad?
Tal vez el asunto de la protección del pasado sea nuestro mejor retrato. Aunque tal vez solo lo sea si en ese retrato todos quedamos incluidos.