Durante largos años, la actividad del arquitecto ha ido asociada a una idea concreta de actitud personal, estatus social y posición profesional. No es un estereotipo muy incorrecto cuando nos acercamos a las escuelas y seguimos viendo muchos discursos docentes incidiendo en la trascendencia de las decisiones del arquitecto como única variable a tener en cuenta, el desdén por otras disciplinas, el enaltecimiento de valores meramente formalistas, caducos y obsoletos…
Esa imagen altiva, condescendiente y en ocasiones pedante es la que nos precede en relaciones con clientes, equipos de trabajo y opinión pública. Esa herencia de años pasados en los que tener un hijo médico, abogado o arquitecto era una garantía de respeto, como si la titulación de un individuo fuera suficiente para determinar su valía personal. Esa idea perversa que hemos alimentado durante siglos en la que diseñar espacios es más útil o valioso que educar ciudadanos, que apagar fuegos, o que fabricar alimentos que permiten que todo este engranaje social siga funcionando como conjunto; como el organismo del que todos formamos parte.
Con la crisis, esta estructura se desestabilizó en sus cimientos. Si no hay trabajo no hay honorarios, ni obras, ni intervenciones urbanas donde experimentar, ni seguir creciendo; pero tampoco hay renovación profesional. Los jóvenes arquitectos son ese vergonzante recordatorio de la humanidad y vulnerabilidad que sí posee este colectivo. Mentes enormemente capacitadas (incluso más que sus predecesores), alimentadas con utópicas ideas acerca de la trascendencia de su obra y su persona que se han topado con una realidad demasiado hostil.
Este fenómeno ha creado una flagrante brecha entre dos generaciones, la acomodada y experimentada, con sus aprendidas consignas acerca del papel del arquitecto; y una nueva generación que tiene que reinventar su propia actividad para poder salir adelante: un ejercicio científico consistente en poner en duda todas las bases para poder asentar tu propio experimento.
Una vez liberados del elevado estatus y la soberbia precedente, los jóvenes arquitectos encuentran que las fronteras de su trabajo se desdibujan, pudiendo colaborar más fácilmente con otros colectivos, relacionándose con usuarios, accediendo a problemáticas sociales y en definitiva, volviendo de una manera más pura a la verdadera esencia de la arquitectura, que es el servicio al ciudadano, al ser humano en todas sus complejas dimensiones.
Pero aún queda un escollo: la convivencia entre ambas mentalidades. Se sigue hablando acerca de la devaluación de la profesión cuando los viejos estudios se sustentan con la explotación de becarios, falsos autónomos, contratos con convenio de secretariado, pagos en negro… Es irónico observar como el respeto al estatus profesional no se cumple cuando el arquitecto se convierte en empresario, y para conservar su posición, el colectivo tiene que renunciar a sus derechos más básicos. La relación entre ambos polos es inevitable, y ocurrirá sin duda cuando en respeto por la profesión lo ejerzan los propios arquitectos, alejándose de títulos y medallas clasistas, volviendo a valorar su función en el engranaje social.
Cómo me gusta leer este tipo de enfoques en una fundación como esta. Es hora de acercarse más a la realidad y dejar de lado al dios-arquitecto. Lo comparto