El Ángel del Señor abandona a Tobías. Rembrandt van Rijn, 1637. Galería Nacional del Louvre, París. Foto: Wikipedia Commons.
La calidad excepcional de la obra literaria de ficción de Juan Benet ha hecho olvidar injustamente su obra de ensayo, de la misma calidad, como mínimo, que la anterior. A mediados de los años sesenta el escritor afronta un reto de una enorme ambición: un libro de ensayo donde, monográficamente, se criticará una sola pintura. La pintura escogida será El ángel del señor abandona a Tobías, de Rembrandt.
El libro llevará, naturalmente, el mismo título que la pintura y será publicado por la editorial La Gaya Ciencia en 1976. Benet escogerá dialogar con la pintura de obra a obra1, creando un texto con autonomía formal propia que puede ser leído al margen de la obra original. Benet creará, en suma, una pieza literaria que ha pasado a la historia de la literatura sin necesidad de ser referenciada al objeto criticado. El libro no resulta relevante, pues, sólo por lo que dice. Resulta, también, relevante por cómo lo dice. Incluso resulta relevante por el diálogo establecido de obsesión artística a obsesión artística. Lo que no excusa a Benet en ningún momento de tener que producir una obra válida, necesaria, incluso imprescindible si se considera exclusivamente desde el punto de vista crítico. El estilo, aquí, proveerá al lector de contexto.
La crítica literaria como obra autónoma permite poner énfasis, pues, no en el objeto criticado (en nuestro caso una obra de arquitectura), sino en la propia crítica: en las preocupaciones del crítico, en su gusto, en su educación. En su capacidad de construir discurso y, eventualmente, de definir teoría.
Pensemos, dentro del campo de la arquitectura, en las grandes obras críticas que han definido la profesión desde hace miles de años: Los libros de Vitrubio, Palladio o Perrault, los tratados de los siglos XVIII y XIX, las grandes obras arquitectónicas del siglo XX: Vers une architecture, Complexity and Contradiction, Delirious New York. Obras fuertemente enraizadas en su tiempo, en sus circunstancias. Obras creadas con voluntad didáctica, con afán de provocación o, incluso, como corpus teórico para la representación, más que para la presentación, de proyectos personales. Obras, siempre, hijas de su tiempo, con una génesis perfectamente trazable y, a menudo, al margen o por encima de la figura y la obra de su autor. Obras que nos hablan, de nuevo, de las obsesiones del crítico. Obras capaces de proveerse de un contexto, y de una tradición, que justifica su estudio por encima, o al margen, de las obras que critican y reseñan. Obras autónomas válidas, incluso, por su valor literario.2
La crítica como obra nos habla, nos remite, nos refiere a un bagaje. Somos, no sólo como arquitectos, sino también como sociedad, no sólo aquello que hemos construido, sino también aquello que hemos decidido contar de cada construcción. Cómo hemos decidido contarlo y presentarlo. Incluso hoy en día, en los tiempos de viajes baratos y de las becas de interinaje que permiten desplazar fácilmente a la población, las obras de arquitectura son conocidas más por lo que decimos de ellas que por lo que son. Son conocidas tal y como las presentamos.3 Lo explicado y la explicación. Al mismo nivel. La crítica es, pues, patrimonio. Reflejo de nuestro tiempo. El corpus crítico constituye lo que somos con la misma fuerza que cualquier otra obra relevante. Incluso si no se ha leído la obra en cuestión.4 La crítica arquitectónica, pues, se ha de ejercer con el mismo grado de responsabilidad con que se construye. Ya que definirá lo que se construya en un futuro.