Estudiantes de la Universidad de Búfalo cantando, 1907, University at Buffalo, The State University of New York, UB Photo Database
Estos días están entregando su trabajo final de Grado o de Carrera cientos (miles) de estudiantes por toda nuestra geografía. En los pocos instantes en los que este último proyecto les ha dejado desocupada la cabeza, entre horas sin fin de insomnio y esfuerzo, seguramente les ha dado tiempo a plantearse el sentido de esos desvelos. Tanto, al menos, como a preguntarse por su futuro.
Es de temer que no hayan encontrado una respuesta fácil a ninguna de esas cuestiones. De hecho, seguramente la pregunta sobre la utilidad de sus estudios y de las propias escuelas de Arquitectura ha latido estos días sobre las cabezas de esos estudiantes con más intensidad que sobre las cabezas de los rectores de sus universidades.
Las escuelas de Arquitectura han sido tradicionalmente consideradas unas anormalidades tristemente soportables en una estructura académica con predisposición a entender y estabular con sencillez los parámetros de la ingeniería o la economía. Las escuelas de arquitectura planteando sus inexplicables excepciones y luciendo su aparente imposibilidad de entrar en sistemas de parametrización académica, son una indeseable fuente de sorpresas para un cuadro excel depositado sobre el cuarteado escritorio de un despacho tapizado en caoba y cuero.
Sin embargo, parece que los métodos de aprendizaje de las escuelas de Arquitectura se han mostrado como una verdadera punta de lanza en cuanto a los cambios educativos que se han estado produciendo en la última década. Bolonia y su entorno de aprendizaje no ha supuesto tan grandes esfuerzos mentales y de pedagogía en las escuelas de Arquitectura como en otras disciplinas. Para bien o para mal, sea eso por motivos de imaginación o por habilidad, la pedagogía de esas escuelas apenas se han visto obligadas a trastocar su esencia. También ha venido a demostrarse que el tiempo necesario para la maduración de un arquitecto no dista mucho de las diez mil horas de trabajo por mucho que en un despacho alguien se empeñe en rebajarlo.
Dicho esto, aquella pregunta que ha pasado por la mente de los estudiantes no queda respondida. Ni remotamente. ¿Para qué vale una escuela de arquitectura si sus egresados no pueden emplearse? ¿Para qué vale una escuela de arquitectura si no proporciona a sus estudiantes un monumental refuerzo en su vocación o unos medios que les permitan ser intelectualmente autónomos? ¿Para qué vale una escuela de arquitectura si sus alumnos no pueden disponer del clima necesario para una correcta formación, sea debido a la masificación o a la falta de recursos?
Afortunadamente, el panorama de las escuelas de Arquitectura es verdaderamente variado e irá, cada vez más e inevitablemente, ofreciendo factores de diferenciación entre los profesionales que salgan de sus aulas. Por eso, no sobra nadie. Aunque sólo bajo la asunción de la responsabilidad de cada una de esas escuelas: no lograrán objetivos de excelencia aquellas que permitan masificarse como mero sistema de supervivencia económica, ni aquellas que impidan entrar el talento en sus aulas por motivos de exclusión económica.
Para bien o para mal, será difícil ver en adelante en la enseñanza de la arquitectura un mero negocio. Al menos si las propias escuelas y sus rectores no se hacen una simple pregunta: ¿para qué vale esta escuela de arquitectura?
Excelente pregunta la que plantea Santiago. ¿Para qué?¿Las escuelas se adaptan a los «tiempos» o simplemente van salvando escollos?