Alerta, peligro demolición

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Por  Anatxu Zabalbeascoa

Desde El País

“La desidia, la incultura y la especulación abocan a numerosos edificios con valor cultural a la misma suerte que la malograda Casa Guzmán, de Alejandro de la Sota.

«Al final sucederá como con los palacios de la Castellana madrileña: se protegieron cuando los más relevantes habían sido destruidos”. El arquitecto Alberto Tellería, vocal de la asociación Madrid, Ciudadanía y Patrimonio (MCyP), cuenta que, pocos días después del jaleo mediático causado por la desaparición de la Casa Guzmán (1972), de Alejandro de la Sota, casi nadie se enteró de la demolición del Colegio Mayor Hispano-Mexicano, un ejemplo de brutalismo centroeuropeo que Willi Schoebel concluyó en la capital en 1975. Por eso su obsesión es que se apruebe un catálogo de protección de la arquitectura contemporánea que acabaría con el limbo al que recurren las direcciones generales de patrimonio cultural. “En ocasiones utilizan una guía publicada por el Colegio de Arquitectos para cuestionar el valor patrimonial de lo que no está incluido, sin que eso presuponga que las obras incluidas sean protegidas”.

Algo parecido a los palacios le sucede a la plaza dels Països Catalans (1983), frente a la estación de Sans de Barcelona. El primer espacio público de la ciudad que consigue ser catalogado como “bien de especial protección” lo logra cuando apenas recuerda al proyecto original de Helio Piñón, Albert Viaplana y un joven Enric Miralles. Son muchos los inmuebles de estos arquitectos que han corrido esa suerte: en Las Ramblas, las alteraciones han desfigurado el Centro de Arte Santa Mónica, y su plaza de Josep Barangé (1987) en Granollers está a punto de desaparecer. Ya en 1998, un artículo de la revista Psicología Social la tildaba de fracaso: “Está infrautilizada por estar mal diseñada como escenario social: no promueve la interacción aunque su diseño sea vanguardista”.

Aceptar la pérdida de patrimonio arquitectónico es asumir la pérdida de identidad y dilapidar riqueza

La desidia, la incultura y la falta de presupuesto, pero también la incapacidad de ponerse en la piel del usuario, se dan la mano a la hora de facilitar el final acrítico de muchos de los edificios que construyeron la modernidad en España (…)”

 

 

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