La aventura de jugar

El difícil oficio del alumno en FRATO, 40 años con ojos de niño, Editorial GRAÓ, Barcelona 2014:152

Había una vez, en una ciudad bastante cercana, una niña llamada Martina que tenía 6 años. En su primer día de escuela, Martina se levantó de un brinco de la cama llena de ganas e ilusión: ese día, por fin, iba a jugar con sus nuevxs amigxs.

De camino a la escuela, Martina imaginaba los espacios de juego que le esperaban: lugares llenos de árboles por los que poder escalar; arena y un montón de materiales para jugar… ¡y hasta un estanque con peces! Y quién mejor que ella y lxs otrxs niñxs para cuidar de los animales… Pero cuando Martina entró en su nueva escuela, casi se lleva un susto: era un espacio liso y gris, de un gris feo, «como la carretera» pensó. No había árboles donde los pájaros pudiesen descansar y mucho menos agua con la que poder jugar. «Bueno, seguro que en el aula tenemos espacio para nosotrxs», se animó Martina. Pero al entrar en la que sería su clase durante el próximo año, Martina casi se echa a llorar: era un espacio frío, muy triste y sin color. Las mesas, dispuestas en fila, estaban orientadas en una única dirección: quedaba claro quién mandaba ahí. Salvo una estantería con algún que otro diccionario, y un reloj que marcaba la hora no había presencia alguna de ningún objeto con el que ella y lxs otrxs niñxs pudiesen jugar, al menos, un ratito. Martina se sintió por un momento la niña más triste del mundo, pero pronto la clase empezó y su profe Esther una historia les contó:

«Érase una vez, no hace mucho tiempo, una ciudad en la que sus terrain vague 1  eran espacios donde niñxs de diversas edades podían desarrollar sus propias ideas sobre el juego. A estos espacios se les conocía como adventure playgrounds, lugares donde “la mayoría de los niños, a una edad u otra, tenían un impulso de experimentar con tierra, fuego, agua y madera; trabajar con herramientas reales sin miedo a la censura.” 2 Todos los adventure playgrounds tenían un objetivo en común: que lxs niñxs pudieran jugar a su manera, en una atmósfera libre donde no existiese adulto que les reprehendiera.»

Martina no paraba de imaginar cómo serían aquellos adventure playground. El ratito del recreo se lo pasó esquivando la pelota, hasta que sonó la campana de vuelta a clase y el resto de la mañana transcurrió.

A las cinco, Martina tenía clases de karate. Mamá y papá habían insistido en que debía al menos tener dos actividades extraescolares, aunque para Martina eso significase tener menos tiempo para jugar. Durante el camino, no dejó de pensar en la historia que la profe Esther les había contado: no entendía como años atrás los espacios de juego y los niños habían sido los verdaderos protagonistas de las ciudades y ahora habían quedado apartados a un segundo, incluso tercer plano. Casi nadie pensaba en ellos y el resultado era las áreas de juego que poblaban la ciudad de Martina: desérticas, inflexibles y silenciosas. Nada que ver con las del cuento.

Después de todo, Martina tenía claro que algún día esos artefactos dispuestos sobre áreas de asfalto, juegos como los llamaban los adultos, estaban condenados a desaparecer: era evidente que no existía apenas diversión en aquellas ferreterías inflexibles y, tarde o temprano, los mayores se darían cuenta.

Esa misma noche, Martina soñó con una ciudad llena de campos de juego que fuesen una oportunidad para lxs niñxs de transformar su entorno y lograr sus propios fines. Hacerles ver, de algún modo, que el mundo en el que vivían podía cambiar. Espacios llenos de risas y de diversión, donde niñxs de todas las edades vivirían una aventura. La aventura de jugar.

Por:
Arquitecta por la ETSAS (2017). Su proyecto final de carrera Paisajes Domésticos: sobre la arquitectura, lo social y el juego ha sido seleccionado en la Bienal de Venecia 2018. Creatividad, ganas e ilusión por mejorar cada día son características que la definen. Actualmente estudia el Máster de Diseño de Instalaciones en Arquitectura y Eficiencia Energética.

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