Delfina Galvez y Amancio Williams
El relato no ha sido permitido a las mujeres. La sociedad patriarcal ha dejado la construcción de la historia a los hombres desde su lugar público y visible opuesto al dado a las mujeres, privado e invisible. 1
El reciente libro de Mary Beard Mujeres y Poder. Un manifiesto. Busca los orígenes de la minusvaloración de la palabra de las mujeres en la cultura occidental. En la Odisea de Homero, Penélope había descendido de los aposentos privados a la sala pública solicitando se cantara algo más alegre para honrar a los héroes, a lo que su hijo Telémaco le dice: “Madre mía, vete dentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y la rueca… el relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues. El gobierno de la casa” 2
Y en caso de tener voz propia esta es escuchada de manera condescendiente porque la cultura no nos ha enseñado a oírlas (a oírnos), valorando el timbre, la voz más aguda es sentida como no adecuada para hablar en público. La voz grave, masculina, se sitúa por el contrario como adecuada para hablar en público. Al escuchar una voz femenina ésta no es percibida como autoridad, no hemos aprendido a oír autoridad en ella, no oímos el mythos.3
¿Y en el relato arquitectónico? ¿Cuántas mujeres reconocemos? ¿Cuántas mujeres hemos oído?
Históricamente, la construcción del relato arquitectónico se ha construido según una serie de características que han tendido a invisibilizar la actividad de las mujeres arquitectas. Ello tiene que ver con unos mecanismos generales de la autoridad para la construcción de la historia, y que fomentan el mito de la creación y que tienden a enfatizar solo figuras masculinas.
Las mujeres, desde siempre, han luchado por poder ser reconocidas más allá de su capacidad reproductiva, y cada logro ha sido resultado de mucho tiempo de reclamo y de demostración de su capacidad. Y hace años que en las universidades europeas y americanas el número de mujeres que estudian arquitectura está próximo o supera la mitad de la matrícula, y sin embargo, en la profesión la representación es considerablemente menor. Las razones por las que esto sucede tienen que ver con una profesión históricamente masculinizada, por su cercanía con el poder, por falta de políticas de conciliación entre profesión y familia, y por los criterios masculinos que valoran quién o qué es bueno o no.
Por supuesto, estos problemas no son exclusivos de la arquitectura; son el resultado de sociedades patriarcales y machistas, por lo cual no es suficiente con esperar y tener paciencia para lograr la igualdad, sino que se ha de reivindicar y se ha de trabajar a fondo para cambiar las estrategias de trabajo y para debatir qué es lo que valoramos de la arquitectura. Desde luego, mientras el valor esté en el héroe, en la arquitectura ajena a las personas, de presupuestos escalofriantes o de trabajo sin límite, las mujeres no destacarán.
Por lo tanto, y en primer lugar, el relato histórico tiende a otorgar protagonismo a los héroes. Siguiendo las estructuras narrativas primitivas, la mayor parte de construcciones historiográficas, aparentemente complejas, acaban conduciendo a una construcción historiográfica heroica, ya que es la más fácilmente comunicable, aunque no se corresponda con la realidad. Ahí está la construcción historiográfica de la arquitectura y el diseño modernos de Nikolaus Pevsner, Sigfried Giedion y Reyner Banham; o la construcción historiográfica de la arquitectura brasileña centrada en una edad de oro en la que predomina exclusiva y excluyentemente la obra de Lucio Costa y Oscar Niemeyer.
En su texto pionero Teoría de la clase ociosa (1899) el sociólogo Torstein Veblen explicó una de las razones de esta construcción mítica. Veblen desvela como en todas las culturas se erige una clase ociosa que hace trabajar y que margina, constituida por los hombres guerreros, políticos, sacerdotes o atletas. Según esta estructura social dominada por la clase ociosa, que pone énfasis en el despilfarro, la competitividad y la violencia de los héroes masculinos, la mujer siempre queda marginada en su reducto pacífico de trabajo en la economía doméstica, considerado poco relevante en relación con los grandes proyectos heroicos y extraordinarios.
En segundo lugar, esta construcción del mito de los creadores, en muchos casos considerados genios, se basa en hacer destacar a los individuos y pocas veces a los equipos. No solo en la arquitectura sino también en la mayoría de actividades humanas, los trabajos se hacen siempre en equipo, desde la investigación y la invención hasta el proyecto, la creación y la construcción. Este mecanismo historiográfico lleva a una historia de individualidades y no de colectivos, en la cual, por simplificación, los colaboradores y las colaboradoras son borrados, y haciendo mucho más difícil el reconocimiento de la presencia de mujeres en la historia. Quedando en papel olvidado aquellas mujeres que como socias y esposas trabajaron de igual a igual con sus socios y esposos, como Aino Marsio y Elsa Kaisa Makiniemi, que quedan olvidadas en los relatos sobre Alvar Aalto; o el caso de Louis Kahn y sus mujeres y colaboradoras, Anne Tyng y Harriet Pattison, siempre en su sombra. Del equipo argentino Estudio Staff, solo se recuerda a Jorge Goldemberg y se olvida la aportación de Teresa Bielus y Olga Wainstein Krasuk. O del gran equipo MSGSSS el más conocido es Justo Solsona y no tanto las socias fundadoras: Josefa Santos y Flora Manteola.
Johanna Aalto dibuja a su mamá Aino Marsio en el tablero 1927
Ello ha comportado unas historias que redundan en algunos individuos, valorando solo la emulación y competitividad, no teniendo en cuenta la cooperación y el trabajo en equipo; con lo cual, se condena al olvido a muchas mujeres investigadoras, técnicas y creadoras.
En tercer lugar, está la cuestión de cuáles son los valores dominantes para elegir e interpretar las creaciones más representativas. En el caso de la arquitectura se valoran las obras que son más impactantes, monumentales y costosas económicamente, y nunca aquellas que han sido hechas con economía de medios, para la vida cotidiana y para reforzar valores como la libertad y la convivencia. Este dominio total de unos valores derivados de la experiencia masculina, en las sociedades patriarcales, dificulta la existencia de otros valores alternativos, generados a partir de las experiencias y valores de las mujeres, y también de otros subalternos o de culturas postcoloniales.
En cuarto lugar, se da un proceso sumamente negativo y del que se es poco consciente, totalmente relacionado con el mito de la creación y de la novedad, que tiene que ver con el borrado de los precedentes. Para poner énfasis en las novedades creativas se necesita minusvalorar y eliminar las líneas precedentes, como si toda creación no tuviera raíces y antecedentes.
Esta imposibilidad de continuidad es especialmente negativa para que las mujeres puedan abrirse camino en los trabajos del mundo público considerados masculinos, como, entre otros, la arquitectura, la ingeniería o la informática. El hecho de haberse borrado la aportación precedente de muchas creadoras, aunque realmente hayan existido, dificulta a las mujeres de nuevas generaciones poder tener referentes para tomar como modelos y vislumbrar cómo es posible encontrar un camino dentro de cada uno de estos campos. La falta de referentes hace pensar que cada generación es la primera y, por tanto, se cree falsamente que para ser reconocida y tener oportunidades solo se trata de demostrar la propia capacidad.
En quinto y último lugar, aunque algunas mujeres a lo largo de la historia hayan conseguido con grandes dificultades situarse en terrenos privativos de los hombres, gracias a su talento y a oportunidades especiales, que les permitió superar los límites establecidos por sus roles (como Hipatia, filósofa platónica en la Grecia clásica; la pintora Artemisa Gentilice; o la investigadora Marie Curie), han sido los hombres los que han escrito y escriben la historia. Aunque estas, y muchas otras mujeres, hayan destacado en su momento, a pesar de las dificultades, y hayan sido reconocidas y publicadas, posteriormente son borradas. Este hecho ya fue denunciado por Plutarco en el siglo I a.C. en su libro La virtud de las mujeres.
Ello es evidente en la historia de la arquitectura, en la cual cuesta consolidar la presencia de las mujeres, a pesar de la existencia de experiencias de tanto peso como las de Lina Bo Bardi, Alison Smithson o Denise Scott-Brown.
Sin embargo, ya hubo mujeres arquitectas y técnicas4 a finales del siglo XIX y principios del XX, que hicieron aportaciones cruciales, como Christine Frederick, Marion Mahony Griffin o Julia Morgan; y junto a los protagonistas del movimiento moderno tuvieron gran relevancia arquitectas, diseñadoras, investigadoras y teóricas como Charlotte Perriand, Eilleen Gray, Jacqueline Tyrwith, Catherine Bauer, Lilly Reich, Margarete Schütte-Lihotzky o Jane Drew; la mayoría aún no suficientemente estudiadas y valoradas.
Y aunque haya ciertos nombres de mujeres arquitectas que comienzan a ser reconocidos, lo son encajando en el discurso heroico. Como dice Mary Beard “No tenemos ningún modelo del aspecto que ofrece una mujer poderosa, salvo que se parece más bien a un hombre”.5
Por lo tanto, hasta hoy la historia se ha escrito desde el predominio de unos criterios masculinos y de unos mecanismos de énfasis en la heroicidad, la individualidad, la monumentalidad y el borrado de los precedentes, que han comportado la invisibilización de lo que las mujeres, realmente, han ido haciendo y aportando. Esta perversa simplificación de lo complejo termina siempre, injustamente, reduciendo la presencia de las mujeres en la historia.
El gran desafío, desde una perspectiva feminista, es construir nuevos valores y nuevos relatos que permitan reconocer otras maneras de trabajar y que permitan trazar una genealogía compleja que no se base en la excepción de algunas protagonistas. Sin valoraciones sesgadas que resulta extensiva a las historias de todos los otros o subalternos, es decir, las minorías étnicas o de otro tipo, los no blancos, los no ricos, los no poderosos.
“…las mujeres han dejado muchas menos huellas que los hombres en la documentación histórica. Esta es una de las consecuencias más importantes de las actitudes culturales negativas hacia las mujeres. Si su historia se define como los hechos de los hombres se menosprecian sus acciones, la vida de las mujeres se hace “ahistórica”, al vivir fuera del mundo de las empresas masculinas…”6