Fitzcarraldo, Werner Herzog, 1982.
11’32”. Escena segunda. Teatro Amazonas, Manaos, Brasil, finales del siglo XIX.
Dentro de una estancia ostentosamente decorada al estilo europeo con ‘cerámica de Delft y mármol de Florencia’, la pareja interpretada por Klaus Kinski y Claudia Cardinale trata de explicar su extraño proyecto a un prohombre local, que atiende escéptico.
‘I have one dream. The opera. The great opera in the jungle… It’s only the dreamers who ever move mountains’.
Así empieza ‘Fitzcarraldo’, película que Werner Herzog filmó en 1982 y que narra la historia de Brian Fitzgerald, Fitzcarraldo, un personaje excéntrico que desea construir una ópera en Iquitos, Perú, en medio de la selva amazónica.
La gesta debe financiarse mediante el comercio del caucho extraído en una zona remota a la que solo se puede acceder en barco, remontando el río Ucayalí, un trayecto que entraña un enorme obstáculo: el traslado del barco hacia un río próximo, arrastrado por la fuerza, con la ayuda de un sistema de raíles y poleas, a través de la ladera de un monte. Un conjunto de escenas memorables que forman ya parte de la historia del cine.
Tan colosal como el proyecto de Fitzcarraldo fue el rodaje de la película, sin maquetas ni efectos especiales, para crear una mayor sensación de realismo, marca de la casa del director alemán.
El elevadísimo coste de desplazar el equipo a la selva amazónica, la construcción de dos barcos idénticos al quedar el primero destrozado en unos rápidos, el transporte de una estructura de más de trescientas toneladas a través de la montaña con decenas de extras heridos, las duras críticas por el maltrato a los indígenas y la destrucción del entorno natural o el mal humor creciente dentro del equipo, convirtieron el rodaje en una gesta épica. Una especie de réplica, casi un siglo más tarde, de la aventura que se pretendía relatar.
Queremos detenernos por un instante en lo que, a nuestro juicio, es el núcleo de esta película: la obsesión del protagonista por llevar a cabo su objetivo. Una obsesión delirante e ingenua y, a la vez, imprescindible para desarrollar un proyecto tan complejo.
Una obsesión que es la base de una actitud convencida, indiferente al ruido ambiental, resistente a las trabas burocráticas y de financiación, a los plazos inalcanzables, a la incredulidad o suspicacias del entorno, al propio agotamiento físico y psicológico, a los temores e inseguridades, a las dificultades de comunicación, a la más que probable ruina económica. Una obsesión que no deja espacio a la táctica, la especulación o la evaluación de riesgos: se define una estrategia, se buscan los apoyos necesarios y se ejecuta. Una obsesión que se desarrolla lejos de la zona de confort, en terreno desconocido, donde se encuentran las oportunidades. Una obsesión que es, indiscutiblemente, la base de todo proyecto creativo.
Sirva pues este texto para aplaudir la insensatez de Fitzcarraldo y desmarcarse de aquellas voces tóxicas que se encargan de recordarnos permanentemente lo difícil que está todo.
¡Queremos navegar en las montañas!