Vocación y Culpabilidad
Trabajador de BIG (Bjarke Ingels Group) con el logo rapado en la nuca. Al fondo el socio principal Bjarke Ingels.
De las trampas más deleznables que el capitalismo extractivo ha generado en este comienzo del siglo XXI, quizá una de las más recientes sea la de mezclar vocación con responsabilidad para producir un hibrido laboral en el que la primera sirva como cheque en blanco para distribuir la segunda –transformada en culpa- de forma completamente distópica entre los trabajadores.
Así, las redes sociales se inundan de memes e imágenes, algunas de conferencias con una pretendida –y preocupante- intención de calidad, en las que se compara a los empleados japoneses con los españoles. Donde los primeros son ninjas, a los segundos se les culpa de una molicie casi congénita. Donde aquellos dan todo, estos no quieren trabajar.
Se obvia de la ecuación que el contrato de trabajo japonés es –a todos los efectos- vitalicio y que en España la precariedad reina en el mercado desde 1984. La simplificación ejemplarizante y cargada de moralina reduce a frases hechas y tópicos banales una realidad mucho más compleja en la que, y esto es lo peligroso, tiende a culparse al trabajador de todos sus males. De no desearlo con suficiente fuerza. De no dar el máximo. De no ir más allá. De no querer entregarse a la causa, olvidando unas condiciones laborales ajenas a la legalidad o sus salarios de miseria, al no ser su vocación lo suficientemente fuerte.
Sobran los ejemplos de este modelo perverso entre los anuncios que diariamente llegan a nuestro feed digital en los que se llega a afirmar que la preocupación por el sueldo y las condiciones de trabajo revelan falta de compromiso e interés. En una disciplina que mantiene un fuerte componente vocacional como la arquitectura, la exposición a este proceso de culpabilización del trabajador lleva desarrollándose décadas.
Podemos verla, descarnada, en un Patrik Schumacher que, en su deriva de neoliberal de salón que sólo ha leído el guardapolvo de “Camino de Servidumbre”, llegaba a relacionar creatividad con derechos laborales, asumiendo que los segundos impedían la primera; una falacia ampliamente extendida sin soporte científico de ningún tipo, digna de un power-point con gatitos pero no de un debate serio sobre la estructura laboral de los arquitectos en el siglo XXI.
Podemos encontrarla, más sutil y más peligrosa, en un Bjarke Ingels que, en recientes entrevistas sobre su documental autopromocional, desgranaba un panorama mistificado de largas horas y jornadas infinitas justificadas sobre conceptos tan universalmente vacuos como creatividad y creación, eternas excusas que le llevaban a afirmar que, en lo tocante a lo laboral, “Rules don’t apply” (las reglas no son válidas) para los arquitectos.
Parece afirmarse –lo que en sí es surrealista- que es la arquitectura una profesión condenada a la no conciliación. A estar siempre fuera de la realidad. A una estructura de trabajo disfuncional que se mantiene sobre el sacrificio del eslabón más débil que-en el proceso de asunción de esa responsabilidad falsa- pasa de ese estatus de trabajador digno, ordenado y reconocido por la legislación, al de fan –de sí mismo, del modelo, de otros arquitectos-.
Un trabajador no es un fan. Un trabajo –por vocacional que este sea- no es una llamada religiosa, no es un sacrificio más próximo al martirio salvífico que a la realización personal productiva.
La vocación es encomiable y es necesaria. Es una bendición y no una excusa de mal pagador. No sustituye a los derechos laborales. A las bajas por enfermedad. A la conciliación familiar.
No sustituye, a la postre, a la normalidad; a una normalidad que es nuestro derecho.