Hace unas semanas nos despertábamos con una triste y desalentadora noticia, el derribo de la casa Guzmán, una obra maestra de la arquitectura contemporánea española ubicada en Algete (Madrid) del arquitecto pontevedrés Alejandro de la Sota, galardonado en 1973 con el Premio Nacional de Arquitectura.
Así expresaba la fundación Alejandro de la Sota a través de un comunicado, que bien puede ser aplicable a más casos:
“Sentimos empezar el año 2017 dando la malísima noticia de que la Casa Guzmán de Alejandro de la Sota ha sido demolida para ser sustituida por una nueva vivienda. Nuevamente, la arquitectura contemporánea sufre de la falta de cultura, de la falta de sensibilidad, la falta de protección y el fallo en cadena de la profesión, fruto de la desidia que se ampara en lo que es legal.”
Mucho (o poco según mire) se escribió1 sobre ello, con opiniones y/o argumentos que defendían posturas enfrentadas. También se podría pensar que es un caso aislado y de ahí el enconado debate en esta ocasión, pero no, por desgracia se suma a una larga lista de defunciones (y mutilaciones) que acumulamos. Aunque espero equivocarme seguramente no será el último caso2…
Esto saca a la palestra, de nuevo, una denostada consideración por la arquitectura contemporánea (incluso podríamos decir por la arquitectura en general) y que han fallado todos y cada uno de los mecanismos existentes de protección existentes sobre el patrimonio arquitectónico (y en concreto sobre el referido arquitectura3 del s.XX).
Resulta curioso que este desprecio por no ser “lo suficiente viejo o de piedra” acarrea una pérdida del valor patrimonial (más allá de la consideración económica que hoy en día parece que es lo único que prima). La arquitectura, al igual que otras disciplinas, refleja la estructura, la evolución y el pensamiento de la sociedad en cada una de las épocas (incluida la historia más reciente).
Estas obras muestran la capacidad creativa de los autores para resolver y dar respuesta a las necesidades y retos de su tiempo, y, así, mejorar las condiciones de vida de sus clientes y usuarios. Por tanto, su olvido y/o su destrucción borran una parte de nuestra idiosincrasia e historia y muestran la desidia y el desconocimiento, en general, por la historiografía de la arquitectura4(no solo española) y una falta de identidad preocupante.
Cabe preguntarse ¿por qué no existe una vinculación emocional hacía esta arquitectura, como tal vez exista con otra? ¿Por qué a nadie se le ocurriría destruir una “obra de arte” (escojan la disciplina que más les guste) y en cambio en la arquitectura existe una ausencia de conciencia similar?
Sin duda, hoy somos un poco más pobres…
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