Después de largos años de exámenes, entregas interminables, noches sin dormir, meses malviviendo entre la escuela y tu mesa de trabajo, sometido a todo tipo de estrés, consigues entregar el PFC (tarea utópica en los tiempos que corren). Dejas la escuela con la euforia de haber superado este reto titánico y llegas al “mundo real”.
Es desalentador como después de tanto esfuerzo y preparación a las pocas semanas comienzas a sentirte pequeño e ignorante. Tus horas de trabajo no sirven como “experiencia profesional” ni tus conocimientos legales llegan a discernir qué contrato laboral debes buscar, ni mucho menos el régimen fiscal en el que debes ejercer tu profesión, ni el camino burocrático que debes recorrer para conseguir ser un trabajador legalizado, responsable y un correcto ciudadano.
La crisis sólo ha agravado esta situación de desamparo, añadiendo la culpabilidad de aspirar a cobrar por un trabajo cualificado (o no), cuando deberías aceptar el “cobrar en experiencia”; o consiguiendo que renuncies a un proyecto vital propio a medio plazo, puesto que el trabajo es un producto de lujo que debes valorar incluso por encima de tu simple existencia, aunque la posesión de uno no te garantice una manutención mínima.
Tus esquemas van reorganizándose hasta que tus prioridades cambian. Lo principal ya no es trabajar en un campo que te ilusione, en el que consigas realizar proyectos innovadores, de relevancia social y personal; sino conseguir ser valorado, a poder ser, económicamente. Así que te planteas seguir formándote haciendo otro curso, otro máster, otra carrera. Decides invertir tu tiempo y tu escaso dinero (o el de otros familiares) en más conocimientos teóricos que, por supuesto, las empresas sabrán valorar. Y al terminar, vuelves a encontrarte con esa sensación tan familiar: la frustración y la inexperiencia.
Siempre has oído que el esfuerzo tiene recompensa, y que el fracaso es no seguir intentándolo, independientemente de las condiciones; y lo has aplicado durante gran parte de tu vida, obediente y confiado. A estas alturas, tu cerebro comienza a plantearse si realmente existe ese anhelado éxito del que el mundo está empeñado en hablar, en solitario, como meta y éxtasis catártico. Después de un tiempo, te planteas si el éxito y el fracaso no son la misma cosa, y se remiten únicamente al proceso de salir adelante, como arquitecto, como trabajador o como persona; es más, como individuo en sí mismo que debe disociarse por inercia social en personalidades variadas, obviando el simple hecho de que en todo momento sigues siendo arquitecto, trabajador y persona.
Después de tal revelación (y por deformación profesional) aplicas escala a tus pensamientos y comienzas a reflexionar en colectivo. Esta incertidumbre y frustración se manifiestan en casi todos tus compañeros, pero por alguna razón es un tabú, y más en la arquitectura, hablar públicamente de las barreras, los estereotipos y las ilegalidades que se aplican para seguir manteniendo una etiqueta de excelencia, aunque todos ellos sean habituales y conocidos.
Ahora sí, puedes salir al “mundo real” a pelearte y tropezarte todo lo que necesites, dejando de sentirte pequeño e ignorante.