Arquitectura y terremotos
Tras el terremoto se ven las tripas de la ciudad. Para los amantes de la construcción, un espectáculo sin precedentes: cortantes, torsiones, desplazamientos, juntas triunfantes, nudos resistentes, instalaciones vistas, elementos constructivos apoyándose en otros que se redefinen en su función.
La ciudad como escombrera, donde cada cual se convierte en obrero, donde se confunde quién está demoliendo con quien reconstruye, donde las ñapas de tapadillo para lavar la cara a las pobres casas chuequitas conviven con las grandes máquinas que amasajan hierros y cascote.
Los escombros se retiran y van acumulándose en los que serán nuevos vertederos, localizados con la estrategia justa que deja la emergencia. El valor del hierro hace que manos con pequeñas herramientas separen el metal del hormigón. El resto todo junto. Algunos electrodomésticos en las aceras han sido rescatados y esperan a su reparación.
Una situación que altera la morfología de lo que se creía perpetuo, donde el sol y la lluvia llega a nuevos rincones, donde los hitos que aún se elevan se vuelven más necesarios, y aparecen otros que nunca lo fueron.
Los técnicos semaforizan la catástrofe: verde, amarillo, rojo, según el nivel de daños… determinando a sus habitantes acceder o no a sus vidas. Casa con señal verde donde el único familiar que queda sigue pernoctando en la calle por miedo a una réplica. Casa con señal roja donde la intrépida peluquera corta el pelo a todavía más intrépidos clientes, porque la vida sigue.
Una ciudad amputada, una trama por reconstruir, una catástrofe de escala urbana, un reto urbanístico a resolver, recuperar infraestructuras, aclarar la tenencia del suelo, reubicar a la población, redefinir usos.
El realojo inmediato de las familias es prioritario, llevarlo a cabo un tema complejo. Querer continuar en tu trozo de tierra, al lado de tus vecinos, cerca de tu trabajo que era en la mar, no es sencillo. Aparecen diversas opciones temporales, pero nadie sabe por cuantas semanas (hoy ya son meses): realojo en albergues gubernamentales, salida a otras ciudades, casas de familiares y amigos, albergues improvisados, albergues auto gestionados, o quizá seguir precariamente amarrado a tu parcela ya desescombrada bajo una tienda de emergencia. Alguno con suerte cena en su casa, la única de la manzana.
Sin embargo, la reconstrucción implica la oportunidad de volver a elegir material, de mejorar sistemas, de prepararse mejor para el siguiente temblor. Y la realidad es evidente: la madera y la caña han resistido los azotes, las casas tradicionales del área rural siguen en pie, se han zarandeando, han cimbreado; pero en su mayoría, aunque maltrechas, están erguidas. Sin embargo, los altos hoteles modernos de hormigón y cristal que se imponían en primera línea de playa, han caído cobrándose muchas vidas.
La costa de Ecuador ha quedado asolada, las fantásticas playas de grandes olas continúan perpetuas, ahora sin altas construcciones. Pero otra catástrofe está aún por llegar. Lo que puede ser una oportunidad para repensar los pasos errados del urbanismo de los últimos años, peligra convertirse en el estoque final, en una reordenación territorial desde la injusta, por falsa, tabula rasa dejando hacer a la especulación y separando aún más a la persona de su tierra.
Si desde la arquitectura y el urbanismo no afrontamos estas situaciones ¿qué es la arquitectura? ¿solo ejecución?