Pokémon go o cuando lo urbano se convierte en el umbral entre lo digital y lo físico
Imagino que a estas alturas todo el mundo sabe de la existencia de Pokémon Go y su mecánica básica consistente en “capturar” Pokemons que se “esconden” en entornos reales de todo el mundo (parques, calles, oficinas…). Para ello es necesario utilizar el móvil, cuya cámara muestra un mundo de realidad aumentada en el que, además de lo que conocemos, se superponen cosas como Pokeparadas o gimnasios y, por supuesto, Pokemons, muchos Pokemons. El éxito de la aplicación está siendo rotundo a varios niveles; y son muchos quienes señalan que parte de su éxito se basa en el gancho de la franquicia de Nintendo, en su original enfoque que combina el mundo digital y el físico, pero especialmente en el hecho de asociarlo a valores positivos como el fomento del ejercicio físico o un mayor conocimiento del entorno local en el que se juega.
Sin embargo, no es menos cierto que se trata de una aplicación controvertida que también tiene muchos detractores debido a los accidentes y robos sufridos por sus jugadores, a la invasión de la propiedad privada, así como por las múltiples dudas relativas a la privacidad de los datos de los jugadores (que son de naturaleza sensibles), cómo se usan esos datos y qué vinculación tienen con empresas, o los criterios utilizados para ubicar a los nuevos Pokémon.
Así pues, pueden hacerse muchas lecturas del boom que ha supuesto Pokémon Go: como juego, como tecnología, como fenómeno sociológico, como modelo de negocio o incluso como herramienta de geo-marketing o de control social. Sin embargo, la lectura que me gustaría hacer aquí y ahora tiene que ver con el espacio físico. Y es que tanto Pokémon Go como sus numerosos antecesores1 de locative media no hacen sino añadir nuevas capas de información y realidad que se superponen a la dimensión construida, lo cual posibilita formas de relacionarse con el entorno físico que anteriormente no eran siquiera imaginables. Para empezar, introducen nuevas formas de vivirlo y utilizarlo, rompiendo, así, con la tendencia de los últimos años de reducir el espacio público a meros espacios de transporte y consumo y recordándonos que las posibilidades que ofrecen van mucho más lejos y podemos usarlos para cosas tan variadas como por ejemplo como lugar de juegos, de prácticas deportivas, de encuentro e interacción social… Sin embargo, esto tampoco está exento de polémica, y es que la masificación de jugadores en espacios relativamente pequeños hace que sea razonable cuestionarse si, realmente, se están produciendo estas relaciones e interacciones sociales y espaciales o más bien se trata de una nueva forma de consumo del espacio.
Otro aspecto destacable de este tipo de aplicaciones en lo que se refiere al espacio es que problematizan aspectos que solemos dar por sentados como son los relativos a los límites entre propiedad privada y pública. Los numerosos ejemplos de invasión de propiedad privada así como la conveniencia o no de su utilización en espacios de culto2 o espacios privados de pública concurrencia abre interesantes debates.
Sea como sea, lo que no da lugar a dudas es que este tipo de juegos plantean nuevas formas de relacionarnos con el espacio físico y de conceptualizarlo: de repente lo urbano, el entorno que conocemos (matérico, tridimensional y basto), se convierte en algo liminal, un espacio en el que dos mundos (digital y físico) son tangenciales y se comodifican. Una suerte de interfaz en el que lo urbano es a la vez resultado y proceso que plantea un sinfín de nuevos retos, tanto a la ciudadanía, a las ciudades como a los planificadores y diseñadores de espacios urbanos.