Formar arquitectos
Los que suscriben estrenamos el siglo a la par que el título de arquitectos. Y mientras el primero ya venía cargado de una promesa de futuro que luego se ha ido concretando – entre otros – en espacios digitales como este blog desde el que os hablamos; el segundo arrastraba una pesada carga concebida en 1975, cuando este futuro ni siquiera se vislumbraba.
Vimos durante nuestra formación ascender al olimpo, junto a los maestros consagrados – Le Corbusier, Wright, Mies – a la nueva generación llamada a sustituirlos o, cuando menos, a acompañarlos, como referente y – ante todo – como modelo a seguir1: Rem Koolhaas, Zaha Hadid, Toyo Ito, Alejandro Zaera y Santiago Calatrava – entre la cosecha patria – se alzaban como el arquitecto que queríamos, y debíamos ser.
Salimos pues al mercado laboral descontando los meses para estar en la portada de El Croquis y los años para recoger el Pritzker, con lo que creíamos un bagaje óptimo para el desempeño de la profesión, pero que, traspasado el umbral de la escuela y fuera de la dimensiones del A1 de nuestro PFC, se reveló bien pronto insuficiente.
¿Por dónde empiezo a buscar trabajo? ¿Solo o en compañía de otros?2
¿Cuánto necesito para funcionar por mi cuenta? ¿Y para hacerlo como empresa? ¿”empresa”!?! No, no, esto es un estudio, un taller, otra cosa…
¿Alta en autónomos? ¿Declaración trimestral? ¿Beneficios?
¡Qué concurso más chulo! ¡Me presento! ¿Nivel de proyecto básico? ¿300 candidatos? Bueno, seguro que hay suerte.
¿Que si hago tasaciones? Bufff, es que las tasaciones… yo es que soy de sobresaliente en proyectos, ¿sabes?
¿Que si calculo instalaciones? Es que lo mío es más la cosa proyectual políticamente complejizada, lo entiendes ¿verdad? […]
Todas estas preguntas y algunas de las manidas respuestas salieron de nuestra boca y de la de la mayoría de nuestros compañeros, luchando todos por encajar en ese traje que otros habían diseñado y precortado para nosotros. Siempre con la sensación de que algo fallaba, que las costuras tiraban, que la tela nos rozaba o que el color no acababa de favorecernos.
A la vuelta de unos años, la vida nos trajo una oportunidad inesperada: participar en la definición del plan de estudios de una nueva escuela de arquitectura3; con el reto añadido de estar situada en la periferia de la capital, en un lugar poco destacado por su arquitectura o urbanismo. Un regalo en cierto modo envenenado – cargado de potencial, pero con la asunción de una responsabilidad enorme – que aceptamos con entusiasmo.
Enseguida pensamos en nuestra propia formación, en todo lo bueno – mucho, la mayoría – y, no tanto en lo malo, sino en lo que se omitió, se ocultó o se ninguneó, y que en nuestro recorrido profesional tanto echamos a faltar: una buena formación empresarial y gestora (sí, se puede ser empresa – o empresario – y hacer arquitectura), puesta en valor de ámbitos profesionales tradicionalmente arrinconados (tasaciones, instalaciones, estructuras, crítica…), contacto de primera mano con el mundo laboral – en su sentido más amplio, no solo el de los estudios/talleres – desde la escuela…
¿Hemos acertado? Nos gustaría afirmar rotundamente que sí; pero, aún es pronto para saberlo. Dicen que una escuela de arquitectura tarda 15 años en consolidarse, así que somos pacientes en ese sentido. Antes de esa fecha nuestros primeros egresados y máster4 estarán formados y sirviendo a la sociedad, que es el fin último de nuestros estudios – de todos los estudios –, nos atreveríamos a decir. Observándoles en clase día a día, viendo su implicación, interés y compromiso, creemos que lo harán muy bien y que, a través de ellos, nosotros obtendremos la respuesta que buscamos.
Por Raquel Martínez y Alberto Ruiz.