El crítico negligente: Juicios sin examen y prejuicios a examinar.
Parece que lo rabisalsero está pujando por un hacerse hueco en la producción cultural arquitectónica, al punto de insultar a la inteligencia del lector y a la misma crítica. Si en algo nos importa la pérdida de relevancia social, cultural y económica de la arquitectura —y no me cabe duda de que la desesperación ante esta situación está detrás de este tipo de actitudes— no podemos permitirnosque una furia ruidosa sustituya a una crítica genuina y competente.
Al crítico negligente lo reconoceremos porque se permite emitir juicios en ausencia de examen; en su peor versión, examina sin preocuparse de conocer a fondo lo que trata. Resulta, por tanto, improductivo y estéril. Ignorancia no quita pecado: la desinformación en un crítico es signo de insuficiencia y, así, también el prejuicio. El prejuicio, ese gran enemigo de la crítica, suele despertar en el negligente ante vías de trabajo que quedan fuera de sus intereses o de las coordenadas en las que se mueve con comodidad. Al crítico negligente no le faltan ganas de batallar por una mejor arquitectura, pero se conforma con su mal-conocer, olvidando que la suya es una profesión que demanda superar los propios límites.
La ausencia de curiosidad por lo diverso y la incapacidad de escuchar y dialogar con el que piensa diferente delata también al negligente. Carente de argumentos eficaces e incapaz de manejarse con los esgrimidos por otros (no olvidemos que esto es consustancial a la crítica), demoniza lo que no controla y empuña el garrote. El alboroto que levanta (las descalificaciones, insultos, mofas, etc.) es una pérdida de tiempo; pero atrae a los que comparten sus fobias y prejuicios, procurándole un espejo en el que confirmarse. Convencido de hacer lo correcto y más que nada empeñado en tener razón, el negligente se esfuerza por proporcionar un blanco sobre el que descargar, junto a sus afines, la ira, la frustración y la impotencia por la situación de descrédito en la que está la arquitectura. La ironía es que la consolidación de los prejuicios en los que se parapeta es uno de los cómplices del declive que le angustia. Con sus piernas hundidas en el fango, al negligente le falta visión y le sobra tranca.
La negligencia es abandono, y no es extraño que otros vengan a ocuparse del terreno yermo que envuelve a los que no aportan. Quienes, dotados de un verdadero espíritu crítico, han cultivado su curiosidad y capacidad de escucha, saben que este es precisamente el giro que ha dado la crítica en el cambio de siglo. Multitud de proyectos han canalizado la crítica en formatos no-periodísticos: su objetivo no es emitir un juicio de valor, sino contribuir, haciendo partícipe a la arquitectura, a mantener viva nuestra capacidad de discernir sobre un entorno habitado que se construye bajo condiciones cada vez más polivalentes y confusas. Entre estos proyectos hay trabajos editoriales, culturales, de investigación y docentes, pero también cruces de estos y otros campos de desempeño: así el ejercicio profesional entendido como investigación o la práctica abordada como escenificación discursiva. Tal es así que todo proyecto de arquitectura se convierte hoy en una declaración o “statement”. La crítica se ha proyectado sobre la práctica, pidiéndole a nuestro quehacer algo más que la solución de un conjunto de problemas dados; pero estos “formatos críticos” están necesitados de un observador exterior que los interrogue, los ponga en contexto, los espolee, les dé perspectiva… Allí donde el negligente sólo alcanza a entrever una amenaza, otros encontrarán ocasión para iniciar apasionantes debates en los que contribuir, aprender y poner a la arquitectura (y a sí mismos) en forma.