Cartel de la película The Client, 1994, Dir. Joel Schumacher.
A diferencia del poeta, el novelista o el músico, que sólo lo hacen de vez en cuando, el arquitecto siempre trabaja por encargo. El arquitecto, para poder hacer obra, necesita al cliente.
Por lo tanto, vaya por delante mi gratitud a mis clientes, ahora tan escasos y tan echados de menos. Todo lo material que poseo se lo debo a ellos. (Y también mucho de lo inmaterial). Mi trabajo y mi capacidad profesional no existirían si no fuera por ellos.
Pero, claro: al trabajar para ellos siempre he tenido que obedecer a sus gustos. Lógico, ¿no? Me gustaría que no existiera esa horrible palabra: “gusto”. Me gustaría atender a las necesidades de mis clientes, a sus presupuestos, a sus planteamientos, pero no a sus gustos. Ni a los míos. Me gustaría que la arquitectura saliera de manera natural del programa, de la técnica, de la economía y de la funcionalidad. Y me gustaría que mis clientes me necesitaran para eso, para asesorarles en esos términos, para resolverles los problemas planteados en esas condiciones.
En ese sentido, me llama mucho la atención que todos los arquitectos hayamos tenido durante nuestra carrera unos profesores de proyectos muy exigentes para que al final sean nuestros clientes quienes proyecten los edificios, y, con ellos, la imagen de las ciudades. ¿Para qué nos han hecho trabajar tanto?
El otro día decía (no tan en broma) que para hacer la obra que he hecho en mis treinta años de profesión no necesitaba haber tenido en la escuela noticia alguna de Le Corbusier, de Wright, de Mies, de Aalto ni de nadie más. Sin embargo, creo que a mis clientes sí les habría hecho mucho bien.
También, en la misma línea, me sorprende que se nos solicite a menudo para resolver la burocracia adherida al proceso constructivo, cada vez más farragosa y absurda, y no se nos necesite, en general, para lo que constituye nuestra profesión. Es que eso ya lo sabe hacer el cliente.
Y me sorprende que, para sacar adelante lo que consideramos un buen diseño, una buena solución para nuestros clientes, tengamos que convencerles, pelear con ellos, ir contra corriente, sufrir, y recurrir a argumentos técnicos o normativos que enmascaren lo que creemos que debería imponerse con abrumadora evidencia. Es como si la buena arquitectura fuera una medicina amarga que hay que hacer tragar disimulada con azúcar.
Es un trabajo muy cansado, y el arquitecto pierde a menudo las ganas, ya que no obtiene recompensa alguna. Lo que se impone con abrumadora evidencia son las falsificaciones, los gestos kitsch, las astracanadas y los elementos faltos de sentido, que los arquitectos toleramos e incluso terminamos por aplaudir. Es que si no nos sentimos muy frustrados.
Sueño con una arquitectura sencilla y alegre, limpia y luminosa, que el cliente necesite y desee, y que el arquitecto, trabajando con él, le ayude a encontrar. Sueño con un cliente que le diga al arquitecto: “Necesito una casa” (o una nave, o una oficina, o lo que sea); “Ayúdame a hacerla”.