Por Iñigo García de Vaumm arquitectos.
La relación entre el cliente y el arquitecto, es por pertenecer al campo más íntimo de la profesión, una de las claves menos estudiadas de la disciplina. A nadie se le escapa que en determinados proyectos, sobre todo en aquellos más personales, que quieren ser la representación de los sueños del cliente, la necesidad de un buen arquitecto es tan determinante como la implicación de un buen cliente.
Evidentemente, arquitectos como clientes hay muchos, y me refiero a tipologías de profesionales y personas, no a su número concreto, ya que de los primeros parece haber en exceso y de los segundos escasez. Se trata de reflexionar en estas líneas, exclusivamente sobre las dificultades que en estas relaciones surgen, cuando se centran sobre temas estéticos.
A menudo, hemos oído a colegas de profesión quejarse amargamente del descolorido futuro al que se enfrentaba su obra, debido al mal camino que su cliente había tomado en algunas decisiones. Pero esta argumentación, que encierra algunas afirmaciones y algunas negaciones que merecería la pena matizar, olvida, en cierto modo, una autocrítica que sin duda es necesaria.
En primer lugar, habría que pactar la expresión correcta para referirse al proyecto u obra en cuestión, un nombre en el que los posesivos mi o su, no deberían tener cabida, ya que el camino emprendido es por necesidad compartido y aglutinante, no hay obra de arquitectura sin cliente, y no la hay sin arquitecto (en términos generales, ya que como casi todo es muy discutible y admitiría muchos matices).
El diálogo y la comprensión entre estos dos agentes, parece una necesidad y una garantía para la elaboración de la arquitectura, por lo que tan mala es la dictadura como la incomprensión, venga del lado que venga.
Expresiones como “…sobre gustos no hay nada escrito…”, usadas como látigo contra la defensa de los argumentos propios de la disciplina, son la representación de un conflicto entre dos mundos. Todo arquitecto sabe que sobre el gusto, la forma o el color se han escrito bibliotecas enteras, pero también debería comprender el rol del cliente y empatizar con sus preocupaciones.
Cuenta Giedion en un pasaje de su libro Espacio, Tiempo y Arquitectura, cómo la fractura entre clientes y arquitectos, se originó en el siglo XIX. Escultores, pintores o arquitectos fueron desterrados de la vida cotidiana, ya que la sociedad demostró estar más interesada por campos en los que la creatividad y la imaginación, no eran determinantes.
Parte del trabajo del arquitecto consiste en descifrar en la bola de cristal el futuro, resolviendo incluso los problemas que aún no han aparecido, y para poder hacerlo necesita conciliar la confianza de sus clientes.
Ojalá existiese un manual, una metodología para poder construir esa relación bidireccional que enriquezca el proyecto, pero lo cierto es que al igual que la obra de arquitectura, esa relación se debe adaptar a cada contexto y a cada realidad.
En el campo de la autocrítica, el arquitecto debería ser consciente, de que su mundo y su particular ejercicio de la disciplina, no tiene por qué aplicarse como un dogma de fe, sino como un método flexible capaz de dar respuesta a los intereses del cliente y mediante esa vía satisfacer los propios. Un sistema en el que desprenderse de los intereses propios, incluso de los de la arquitectura, puede ser la única garantía para el éxito.
La imagen: Edith Farnsworth discutiendo detalles de su casa con Myron Goldsmith, arquitecto responsable del proyecto en la oficina de Mies van der Rohe