El año 1859, el biólogo inglés Charles Darwin cambia el paradigma de nuestra civilización mediante la escritura de un libro, El Origen de las especies, donde se concibe el ser humano como una obra en curso más que como un ser creado de cero por otro ser superior que, al quedarse sin obra, se queda también sin el principal argumento de su propia existencia. El principal rasgo de El Origen de las Especies es su accesibilidad. Esta manera de entender la ciencia causa tanta extrañeza que, hace no demasiados años, un alumno anónimo preguntaba a su profesor, el paleontólogo Stephen Jay Gould1 por el texto base que demostrase, mediante fórmulas y un lenguaje científico más académico, las teorías del libro. La sorpresa del alumno consistió en que no había texto base. El Origen de las Especies es autorreferencial.
Del análisis de este libro se pueden extraer tres conclusiones que, sin intermediación, pueden ser aplicadas a la crítica de arquitectura, desesperadamente faltada de obras que tengan estas premisas y, por tanto, privada de sentido.
La primera premisa de El Origen de las especies es que el libro remite a la biología. Directamente. Todas las implicaciones filosóficas y sociales que se desprenden parten del hecho de que un hallazgo potente en uno de los campos base del saber humano ha de tener forzosamente un calado profundo en todas las otras manifestaciones de este saber: las disciplinas per se están interconectadas.
La segunda (ya insinuada) remite a los niveles de lectura: el libro puede ser leído y entendido por ciudadanos sin formación específica en el campo de la biología, y puede ser leído por un biólogo que, en virtud de su preparación, extraerá unas conclusiones y unos matices diferentes. El texto es común y organiza a los lectores. Sólo así ha podido cambiar nuestro marco cultural de referencia.2
La tercera premisa nos remite a la propia obra. El Origen de las especies como obra escrita es (y tiene vocación de ser) una obra literaria, entendida, criticada y criticable como tal. El Origen de las especies es una obra autónoma, definida por y fundamentada en unas reglas que remiten al instrumento, no al contenido. Darwin la escribe como un ensayo convencional, siguiendo, respetando y cuestionando si hace falta los mecanismos propios de la escritura desde la escritura, no desde la biología. No es un escrito académico puro y duro, si no, recordemos, un ensayo, un mecanismo complejo que para ser entendido remite a un contexto amplio (viajes, la propia biografía del autor, polémicas con otros biólogos) sin el cual no se puede entender la obra.3
Si la crítica de arquitectura escrita (no se puede olvidar que muchas obras de arquitectura mantienen una voluntad explícita de ser críticas construidas), instrumento imprescindible, estructural, de la profesión, no mantiene estas premisas será, en el mejor de los casos, un apunte personal publicado. Demasiado a menudo, un manifiesto elitista que ensancha y profundiza esta brecha entre nuestro oficio y la sociedad a la que servimos.