

Han transcurrido ya varios meses desde que el final del confinamiento nos dejase volver a disfrutar del aire libre, de las relaciones sociales presenciales, de nuestras ciudades… Y si bien durante los primeros meses de pandemia se escribió mucho sobre la relación entre ciudad y COVID1, desde ópticas tan variadas como movilidad, espacio público, vivienda, ODS, sostenibilidad… lo cierto es que las ciudades que hemos visto al salir, aparentemente se parecen bastante a las anteriores.
Tomemos, por ejemplo, Barcelona. Más allá de algunas soluciones de guerrilla implementadas para favorecer el uso de la bicicleta o para mantener la distancia de seguridad en las calles, de varios comercios tradicionales cerrados definitivamente o de jardines selváticos tras meses sin mantenimiento, lo demás parece que ha cambiado poco, al menos en su dimensión física. ¿Significa eso que todo ha vuelto a ser como antes? ¡En absoluto! Esta “nueva normalidad” es, en realidad, un esfuerzo compartido por volver a la vida que había antes de la pandemia. O un autoengaño colectivo, ya que obvia el hecho nada menor de que no hay ningún lugar del mundo que esté cerca de haber superado la pandemia todavía.
Los cambios, que están y son profundos, hay que buscarlos en otros lugares, por ejemplo:
Todos ellos tienen en común el hecho de ser medidas que, no solo no alteran en lo esencial las dinámicas anteriores que ya conocíamos, sino que las acentúan, favoreciendo el consumo y el individualismo como solución a los problemas de la pandemia. El resultado es una falsa apariencia de normalidad que esconde cambios sutiles, pero profundos, que nada tienen que ver con los debates razonados sobre nuevos modelos de ciudad, sino con una combinación de miedos, desconocimiento e intereses económicos y mirada obtusa que únicamente acarrean mayor desigualdad social y espacial. Lejos quedan las voces de quienes afirmaban que las ciudades post-covid serían más sostenibles, más resilientes, más saludables y tendrían menos coches, y mejores condiciones de habitabilidad.
Es cierto que la gravedad de la situación nos lleva a querer demandar soluciones rápidas y que las inercias de las ciudades son elevadas debido a que las dinámicas legales y técnicas del planeamiento son complejas y lentas. Precisamente porque hay mucho en juego, no deberíamos supeditar cualquier decisión a la urgencia o al criterio único y engañoso de la salud y la seguridad, tirando por los suelos los avances producidos en los estudios urbanos sobre modelos de ciudad más sostenibles, más resilientes, más igualitarias, más vivibles. Ahora, es el momento para tomar decisiones fundadas y replantear radicalmente las ciudades para abordar las múltiples carencias que la COVID no ha hecho más que señalar con su dedo acusador.
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