

Aviso: durante este artículo repetiré muchas veces lo buen arquitecto que llega a ser Álvaro Siza. Y lo haré porque no es esta la cuestión a debate al discutir el presente Premio Nacional de Arquitectura. Tampoco quiero entrar en discusiones espinosas sobre cuál debería de ser el ámbito de actuación de este premio. La clave del desconcierto que ha sembrado entre no pocos arquitectos es otra.
Lo de Álvaro Siza con Portugal es la historia de un compromiso vital que ha ido mutando a lo largo de su dilatada carrera. Encontramos al arquitecto a mediados de los setenta comprometido con el programa SAAL para realojar a 50000 familias en dos años. A partir de los noventa se compromete con la definición cultural del país, ocupándose de proyectos clave como la Fundación Serralves o la remodelación del Congreso Nacional. Convertido ya en institución, su figura aparece incluso en las monedas.
El Siza extranjero representa otra cosa. Es el arquitecto que, encargo a encargo, exporta oficio: más italiano que los italianos, más holandés que los holandeses, más español que los españoles, etcétera. Siza llega y, si el encargo está bien definido, construye, hace historia y se va. El mérito de su carrera, de cualquiera de sus edificios, es demencial. No se trata del encargo. Se trata de que sólo se puede ser de un sitio. Siza es una especie de arquitecto genialoide que necesita construir para estar. De lo contrario no deja huella. Excepto en Portugal.
Lo que nos retrotrae al desconcierto provocado por su Premio Nacional. ¿Por qué a Siza? Contestar esta pregunta nos confronta con el relato de la arquitectura española. Concretamente con la ausencia de este relato. Porque la arquitectura española no tiene relato.
La arquitectura española está a mil puñeteros años luz de tener relato.
Recordemos que la arquitectura, actualmente, se comunica proyecto a proyecto, arquitecto a arquitecto. Sin visión perspectiva. Sin marco. Sin contexto. La arquitectura española, magnífica, en buena forma, diversa, prestigiosa, no tiene quien la escriba. De aquí el desconcierto. Este premio parece la expresión de un lobby, de una forma soterrada de ejercer presión para dignificar la ausencia de compromiso más allá del encargo profesional. Lo que se ha hecho a través de un ejemplo de excelencia. Sólo que no ha colado, y ahora parece que hayan usado al maestro como un arma más para imponer una manera de ver las cosas fragmentaria, circunstancial e incoherente. Por eso la esculturilla esa que simboliza el Premio Nacional debería de ser grande y pesada, porque más que concederlo parece que lo hayan arrojado a noséquién a la cabeza con malas intenciones.
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Y si… ¿fue el único nombre que se presentó a la convocatoria abierta por Fomento? Porque eso es el premio: un concurso de méritos, por convocatoria.